La primera vez
que la vio entrar, le llamó la atención la confianza que demostraba dentro de
ese sitio que parecía conocer, más que conocer, parecía pertenecerle; se
percató de que, a pesar de saber de todos, a ella no la conocía y eso habiendo
participado a todas las milongas; la siguió de la
mirada un momento largo. Sabe bailar pensó y si no vestía como las mujeres que
le gustaban a él, eso de ponerse pantalones para una milonga, bah..., le
pareció bonita. Su mascarilla negra resaltándole los ojos que tenía risueños y
vivos; luego, le llamó la atención su forma de moverse, su energía, fuerte, que
el en mundo de los tangueros sería la de D’Arienzo: con compás, con nervio, más
aún, que pisa fuerte, poco sutil, algo bruta, que le concede poca atención a la
calidad de la música sino más al baile, o más exactamente, sólo al baile. Por supuesto que no le gustaba el acompasado 2
por 4, cuando existían músicos buenos, Canaro, Biagi, Di Sarli, y evidentemente
Pugliese, un músico superior. Una bailarina enervada sería, ya la observaría…
Cuando lo vio conversando con dos o tres
personas, se dio cuenta que la miraba, nunca lo había visto. Deseó en su fuero
interior que fuera un buen bailarín. Había tan pocos. Para ella todos los
hombres que se presentaban en la milonga eran potencialmente brazos y piernas,
y con un poco de suerte, buen ritmo. Parecía a sus anchas en un lugar donde
ella se sentía cómoda, ¿cómo podía ser? Era nuevo, eso lo sabía. ¿De dónde
salía? Ella estaba en su casa, donde había aprendido a bailar, donde había
seguido, conocido, bailado con todos los bailarines de la ciudad. Sería un
forastero. Le divirtió que estuviera demasiado vestido. ¿Quién, pensó, se viste
así hoy en día? Anticuado en sus maneras, formal, bailando algo tradicional. Se
salva si baila bien. Además, tenía ojos dulces. Insistentes y dulces. Se sentía
observada. Eso le gustó.
Luego
bailaron. Entre sus brazos, ella se percató de inmediato que el joven no sabía
bailar milonga, su baile a ella, sino que le gustaba bailar lento y suave en
total oposición a su estilo. A pesar de esa gran diferencia, ella le tuvo
paciencia porque sintió que oía la música, la tenía en cuenta. Además, su voz
era dulce y le divirtió su actitud modesta ya que no paró de pedirle perdón por
lo mal bailado de ese ritmo marcado. La primera tanda fue un desastre. Habría
una segunda. Una tercera.
Pasadas las
semanas, se buscaban de la mirada. Se esperaban. Él se ponía nervioso cuando
llegaba tarde. Había tensión, le gustaba la forma de su cuerpo, le gustaba su olor,
había juego entre ellos, ella bailaba con otros para que la mire, para que vea
que sabía bailar, para que la deseara aún más. Se acostumbraron poco a poco al
estilo de cada uno. Ella se relajó entre sus brazos. Bailaban seguido e Intercambiaron
palabras, nombres, alguna que otra información. Se veían todos los domingos y así
durante un par de meses hasta que él se atrevió a invitarla a un café después
de la milonga. Ella lo miró un largo rato y se echó a reír: ya era hora le
dijo. Quedaron para la semana siguiente.
El llegó tal un compradito, vestido de arriba abajo, gominado casi, un galán. Ella se había
maquillado, vestido algo más femenino que de costumbre. Se esperaron, nerviosos,
después de los bailes, después de la música. ¿Qué se dirían?, ¿quiénes eran?, en realidad, no se conocían, bailaban
juntos, tenían una experiencia fuera de la realidad, ese momento de contacto donde
vuela la imaginación, los deseos, la irrealidad de la milonga. Ahí estaban en
el café, uno frente al otro, uno con el otro: se bajó la mascarilla para tomar
el café. Él la miró y se sorprendió, no la reconoció: era otra, era una mujer
diferente. el deseo de los últimos meses, el sueño compartido se esfumó en un instante, se levantó y salió del café, corriendo…