Tengo prisa porque la clase de milonga empieza a la una y cuarto el partido no terminó ni parece querer terminar. Miro la pantalla de mi compu de un ojo distraído mientras voy juntando mis cosas: zapatos, llaves, teléfono. Hace frío afuera, hay nieve y viento. Ahora pienso poniéndome el gorro, enrollando la bufanda, ¿cómo es posible que un partido que comenzó tan fuerte para nuestro equipo, -- me sentía segura--, cambie tanto?, en la segunda mitad el otro equipo volvió, como con rabia, a meter goles, ¡qué inconveniente para mi horario y mi planificación de las cosas del día! Vamos ¡qué cosa! No, no, no, no debe alargarse el partido más allá de lo reglamentario, no puede ser, no hoy. El dilema es el siguiente, voy o miro. No puedo decidir.
En la calle
miro el resultado por el teléfono, no hay cambio, camino rápidamente con
confianza, llego al metro, me siento a mirar el puntaje, ¿qué pasó? Otro gol.
NO. No puede ser. Qué partido es este, uno del infierno. Me mandan mensajes de
pánico, todos estamos en pánico. No veo el partido, estoy metida en una
estación con calor con el aparato en la mano. Me cuesta respirar. El mundial a
un minuto de distancia y nada: ando sin poder ver, sin saber. Se abren las
puertas del vagón del subte y me precipito algo desesperada sin tener elección.
Parados, tres adolescentes gritan entorno de un teléfono transmitiendo el
partido. Me tiro encima del teléfono. Uno, debe ser el propietario, me para con
el brazo estirado y me pregunta ¿a que partido apoya? Argentina murmuro. Está
bien, puede mirar, son tiros al arco, y el medio de un vagón lleno de gente,
cuatro personas histéricas gritando y pegando exclamaciones vieron la final del
mundo del 2022 donde ganó Argentina contra el equipo francés. Nos abrazamos, casi que lloramos.
Llego a la
clase de milonga puntual. El profesor no está. Eligió mirar el partido y llegar
tarde. Habrá visto el partido, pero no tuvo fiesta y abrazos en un vagón de
metro, no señor, eso no tuvo.