
Mi cama es tan grande que parece infinita. Cuando estoy acostada no llego a ver donde termina, se extiende para un lado, se extiende para el otro, y yo en el medio floto, iba a poner serena, pero no, perdonen, no puedo. Azul mi edredón, azul el cielo que entra por la ventana. Cierro los ojos y siento los rayos del sol que caen justo sobre mi rostro por la mañana de este sábado, sábado bendito que me da una hora más de descanso antes de ir a trabajar, y oigo llegar, pasitos cortos por el pasillo, mi hija menor, abrir la puerta y meterse en la cama, sin una palabra, luego el segundo, gruñón, el primero por último, con pasos más fuertes y menos discreción. Se meten todos y hacen olas, olas con los pies, y con ellas me llega el calor de la noche, de sus cuerpos recién amanecidos. Olores de niños, de piel, de sueños. Entonces abro los ojos y sé que mi cama es el mar, y nos ponemos a jugar, de mi mar salen risas y caricias, abrazos mañaneros. Antes de irme a duchar, entro por debajo de las colchas y me convierto en tiburón, buscando deditos, porque no es cuestión que ellos estén ahí zambullidos y yo partiendo al laburo, una mañana de otoño, un sábado feliz.
la felicidad es algo tan extraño, definitivamente
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