jueves, 10 de marzo de 2022

Masquée

 La primera vez que la vio entrar, le llamó la atención la confianza que demostraba dentro de ese sitio que parecía conocer, más que conocer, parecía pertenecerle; se percató de que, a pesar de saber de todos, a ella no la conocía y eso habiendo participado a todas las milongas; la siguió de la mirada un momento largo. Sabe bailar pensó y si no vestía como las mujeres que le gustaban a él, eso de ponerse pantalones para una milonga, bah..., le pareció bonita. Su mascarilla negra resaltándole los ojos que tenía risueños y vivos; luego, le llamó la atención su forma de moverse, su energía, fuerte, que el en mundo de los tangueros sería la de D’Arienzo: con compás, con nervio, más aún, que pisa fuerte, poco sutil, algo bruta, que le concede poca atención a la calidad de la música sino más al baile, o más exactamente, sólo al baile.  Por supuesto que no le gustaba el acompasado 2 por 4, cuando existían músicos buenos, Canaro, Biagi, Di Sarli, y evidentemente Pugliese, un músico superior. Una bailarina enervada sería, ya la observaría…

Cuando lo vio conversando con dos o tres personas, se dio cuenta que la miraba, nunca lo había visto. Deseó en su fuero interior que fuera un buen bailarín. Había tan pocos. Para ella todos los hombres que se presentaban en la milonga eran potencialmente brazos y piernas, y con un poco de suerte, buen ritmo. Parecía a sus anchas en un lugar donde ella se sentía cómoda, ¿cómo podía ser? Era nuevo, eso lo sabía. ¿De dónde salía? Ella estaba en su casa, donde había aprendido a bailar, donde había seguido, conocido, bailado con todos los bailarines de la ciudad. Sería un forastero. Le divirtió que estuviera demasiado vestido. ¿Quién, pensó, se viste así hoy en día? Anticuado en sus maneras, formal, bailando algo tradicional. Se salva si baila bien. Además, tenía ojos dulces. Insistentes y dulces. Se sentía observada. Eso le gustó.

Luego bailaron. Entre sus brazos, ella se percató de inmediato que el joven no sabía bailar milonga, su baile a ella, sino que le gustaba bailar lento y suave en total oposición a su estilo. A pesar de esa gran diferencia, ella le tuvo paciencia porque sintió que oía la música, la tenía en cuenta. Además, su voz era dulce y le divirtió su actitud modesta ya que no paró de pedirle perdón por lo mal bailado de ese ritmo marcado. La primera tanda fue un desastre. Habría una segunda. Una tercera.

Pasadas las semanas, se buscaban de la mirada. Se esperaban. Él se ponía nervioso cuando llegaba tarde. Había tensión, le gustaba la forma de su cuerpo, le gustaba su olor, había juego entre ellos, ella bailaba con otros para que la mire, para que vea que sabía bailar, para que la deseara aún más. Se acostumbraron poco a poco al estilo de cada uno. Ella se relajó entre sus brazos. Bailaban seguido e Intercambiaron palabras, nombres, alguna que otra información. Se veían todos los domingos y así durante un par de meses hasta que él se atrevió a invitarla a un café después de la milonga. Ella lo miró un largo rato y se echó a reír: ya era hora le dijo. Quedaron para la semana siguiente.

El llegó tal  un compradito, vestido de arriba abajo, gominado casi, un galán. Ella se había maquillado, vestido algo más femenino que de costumbre. Se esperaron, nerviosos, después de los bailes, después de la música. ¿Qué se dirían?, ¿quiénes eran?, en realidad, no se conocían, bailaban juntos, tenían una experiencia fuera de la realidad, ese momento de contacto donde vuela la imaginación, los deseos, la irrealidad de la milonga. Ahí estaban en el café, uno frente al otro, uno con el otro: se bajó la mascarilla para tomar el café. Él la miró y se sorprendió, no la reconoció: era otra, era una mujer diferente.  el deseo de los últimos meses, el sueño compartido se esfumó en un instante, se levantó y salió del café, corriendo…

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