El Yerba Buena de mi infancia – ese donde corríamos pies descalzos por caminos de tierra, perseguidos por bandas de perros-- ya no es un barrio sino una ciudad. No solo ha crecido mucho estos últimos años, sino que sus residentes toman las calles por asalto en torno a la hora del almuerzo y a la tardecita. Aparecen colas de coches impacientes, una afluencia agresiva, todos queriendo llegar para el almuerzo a sus casas. Después de cinco años de ausencia, me quedé impresionada con el desorden de ese barrio que fue tranquilo; el número de autos apurados por las calles, calles que están en un estado aproximativo y que obviamente no han crecido tanto como la población. A tal grado que subiendo en un auto pensaba el ceño fruncido que sería lo que sería: un suspiro a la vez y la convicción de que el destino decidiría de mi suerte. Lo digo por la desorganización.
El terraplén de la avenida Aconquija está salpicado con espacios abiertos para dejar pasar el auto de un lado al otro de la avenida. Algunos para girar a la izquierda, otros que dejan que los coches pasen hacia la derecha.
Por otra parte, tengo primos atentos, amigos del alma, que querían el tiempo de mi estancia que fuera feliz. Oímos hablar de una milonguita que se hacía en el barrio. Nos pusimos de acuerdo para ir a echarle un ojo, ya que todas las milongas ocurrían en el centro de San Miguel de Tucumán. Subidos al autito de mi prima por la avenida, mirando concentrados los números y los nombres de los locales, nos damos cuenta que el restaurante no es otro que uno que conocemos, el Santa Marta, ya, claro, ese que está allasito nomás y para llegar rapidito, tracate, sin más pensarlo, mi prima le da una vuelta al volante y entra en la entrada del terraplén para pasar al otro lado, pero sorprendentemente, un auto se coloca nariz contra nariz y no nos deja girar. Nos sentimos descolocados y algo malhumorados con la actitud irrazonable del auto, Ahí nos damos cuenta que hemos usado una entrada equivocada, una que le corresponde a los autos viniendo del centro.
- - ¿Qué hace esa tarada?
- - Estás a contramano, ella tiene razón
- - Cómo va a tener razón, me impide moverme. Muevo el
auto y se pega más a mí, no me deja pasar
- - Tenés que salir
de aquí
- - Uy ingeniero, gracias por el consejo, pero estoy
bloqueada.
Gritos por la ventanilla “Oiga señora, ¿me puede dejar
pasar?”
- -¡Está interdicto!
- - ¡¿está interdicto?! Repite mi prima con deleitación de pronunciar
una palabra que suena familiar pero que no lo es. “Señora, por favor, tengo que
pasar ¿no ve en qué situación estoy?” Está interdicto, interdicto, pero usted
me está cerrando el paso.
- - ¡está interdicto!, grita con rabia otra vez la
conductora desde su auto
- - Vieja loca, estará in-ter-dicto, pero no me puedo
mover, no querrá que retroceda sobre la avenida, ¿no?
- - Insensible, la señora grita: “está interdicto”
Mientras, fuera de sí, mi prima retrocede en una maniobra peligrosísima
sobre la avenida, yo ando pensando, intrigada y divertida, en que sería esa
palabra interdicto, qué graciosa, parece francés. No quiero echar leña
al fuego y pregunto con voz leve de la prima gringa que no sabe nada de nada: - “así que se usa esa palabra aquí,
¿interdicto?” Me entero de que no es desconocida del todo, sino que no se usa. Ya está el amigo mirando el teléfono, “entredicho
y palabra proveniente del derecho”. Sí, añado, pero eso será el sustantivo, que
pasa con el adjetivo, ¿el adjetivo querrá decir prohibido?
A salvo del peligro, nos reímos, algo indignados, sin embargo, de las exclamaciones
de la señora que decidimos era extrajera. A partir de ese momento, entró en
nuestro vocabulario personal la expresión ésa y cada vez que no permitimos que
ocurra algo, gritamos entusiasmados: ¡está interdicto!
En efecto, el restaurante Santa Marta presenta cantantes y músicos de tango, una vez a la semana, pero esa noche, no. Además, no es realmente una milonga, bailan los que quieren bailar. Sin pareja, más difícil. Después de unos minutos de estar sentados, nos levantamos y salimos a la calle.
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