
Al diablo de la mina, al Tío, se le debe respeto, musitó resignado José. Aquí no hay dios católico que valga. Se arrastró en la galería estrecha, ya no quedaba agua en su botella; el próximo trago tendría que ser de orina. Veintisiete horas encerrado, sin comer, pijchando coca cada 6 para mantenerse vivo. Escupió coca y polvo, el calor intenso le quemaba el pecho, buscó tanteando su barreno. Del otro lado de la oscuridad absoluta, oía sus compañeros mineros escudriñando, taladrando las entrañas del socavón derrumbado. En los escombros de las rocas de estaño del Cerro Rico quizás se moriría, como se habían muerto su padre y abuelo. José minero, boliviano, en el fondo de un agujero, cedería su lugar a Marco, su hijo, y ese día, como todos los días, José lo terminó asustado.
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