Comentándole a Rosa
Dicen que Stendhal dictaba sus textos, recorriendo la habitación de un lado para el otro, mirando al escriba que transcribía su literatura; necesitaba mirarlo y saber que estaba anotando, hablaba fuerte, con voz segura, ¿declamaba? sí, era casi un show, lo hacía así porque así le salían las ideas; dicen que el señor Beyle sabía hablar, era un gran conversador, también era un fantástico epistológrafo, Henri Beyle necesitaba que lo escuchen y que lo lean, tener un interlocutor, proyectarse, entregarse quizás por la voz sobre el papel. Necesitaba vivir su prosa. Dictaba de un solo tirón: sus textos eran perfectos, le salían sin vacilar, casi nunca necesitó corregirlos. Por otra parte, los había pensado mucho tiempo, o quizá los había hecho madurar en su cabeza, compuestos como una partitura de música. Ah, la música de Stendhal, su verdadero amor, un escritor músico si los hay, sus textos escritos con su voz. Yo tenía un profesor en la universidad que hacía discursos bellísimos, trabajados y pensados de la misma manera, hablando delante un público. Seguramente habría puesto sobre el papel algunas notas, el caso es que llegaba al anfiteatro y dejaba que las palabras salieran de su boca armando su disertación: era absolutamente magnífico. Se llenaba el aula solo para oírlo expresarse sobre Hannah Arendt o Maquiavelo. Un gran orador. No sé si podía escribir lo que decía, no importa, lo que decía era cada vez un placer para los que como yo aman escuchar, oír, alguien que habla bien.
Yo no puedo. Digo: escribir hablando, aunque, muchos lo saben, soy también una conversadora entusiasta. Y ya que estamos, las cartas también son lo mío. En realidad yo solo puedo escribir cartas. O casi. A mí también me gusta dirigirme a alguien, que me escuchen o lean. Pero no, yo no escribo con la voz o la cabeza sino con los dedos, y ya no solo con tres sujetando la lapicera, no, ya no, necesito de los diez dedos activos sobre el teclado para que salga algo más o menos similar a mi actividad mental. Que se vaya así formando la idea con las palabras que voy escribiendo delante de mí. Me ofrecieron la posibilidad de escribir hablando y me di cuenta que yo solo podía pensar con la punta de mis dedos, despacito. Me consuelo pensando en mi alumna que ya solo puede escribir con el pulgar. Un pulgar supersónico por otra parte, que se mueve por los números de su celular a la velocidad de la luz. Algo increíble. ¿Será cuestión de generación?
Ah, cuánta intriga me has dejado, amiga. Tú necesitas diez dedos, todos, y un teclado. ¿Y si yo necesitara alguien que me lo escriba...? No lo que hablo, quía, semejante aburrimiento, que ni acabo las frases y casi siempre lo interrumpo casi todo con risotadas. Pero ¿ y lo que me cuento a mí misma? ¿o es que nadie más habla sola? Digo de esas parrafadas que sirven para ponerle palabras a un interlocutor a quien no se las puse. O esas otras que sirven para expresar un enfado que no expresé. O las que sirven para decirme a la cara lo que sueño. O las que sirven para traducir al idioma del alma las palabras de piedra inesperadas. ¿Y no serviría ese programa para todo eso? ¡Cuánta intriga! Sí, sí. A mí me serviría. Reservamelo con cuidado, y jugamos. Yo te digo en castellano, tú le dices en francés, y que escriba si tiene cojones...
ResponderEliminarPta: Cumpleañosssssssssssssssssssss feeeeeeeeeliz.
Cuidado al desenvolver el regalo...
Rosa
Otro que dictaba sus textos pero corregía hasta el cansancio era Jorge Luis Borges, claro, porque al final de su vida se había quedado ciego. Arturo Jauretche también dictaba sus libros, pero no porque fuera ciego sino porque tenía tan mala letra que después no se entendía. Yo, si alguna vez consigo alguna secretaria bonita como para tener en las rodillas, también dictaré mis textos, antes no, estoy condenado a escribirlos con la máquina.
ResponderEliminarSaludos a tu gente.