En el fondo de la calle, un edificio público aspira el mal olor de la ciudad.
Las sombras se quiebran el espinazo en los umbrales, se acuestan para fornicar en la vereda.
Con un brazo prendido a la pared, un farol apagado tiene la visión convexa de la gente que pasa en automóvil.
Las miradas de los transeúntes ensucian las cosas que se exhiben en los escaparates, adelgazan las piernas que cuelgan bajo las capotas de las victorias.
Junto al cordón de la vereda un quiosco acaba de tragarse una mujer. Pasa: una inglesa idéntica a un farol. Un tranvía que es un colegio sobre ruedas. Un perro fracasado, con ojos de prostituta que nos da vergüenza mirarlo y dejarlo pasar (1).
De repente: el vigilante de la esquina detiene de un golpe de batuta todos los estremecimientos de la ciudad, para que se oiga en un solo susurro, el susurro de todos los senos al rozarse.
Oliverio Girondo, 1920
(1) Los perros fracasados han perdido a su dueño por levantar la pata como una mandolina, el pellejo les ha quedado demasiado grande, tienen una voz afónica, de alcoholista, y son capaces de estirarse en un umbral, para que los barran junto con la basura...
El único momento en el que insulto es cuando manejo. Me gusta hacerlo y lo hago bien, creativamente. Me sale en ese momento todo mi mal genio, no lo puedo evitar. Eso de la creatividad viene de que a menudo llevo a los chicos en el auto, entonces una se esfuerza por no ser demasiado cruda... Sin embargo, el insulto desahogador me sale pleno y rotundo cuando me enfrento con los conductores canadienses. Ay, ¡qué mal conducen, por Dios! Aprendí a manejar en Europa, manejar en serio digo, ya que tuve un auto entre las patas desde los dieciséis años y creo que lo hago bien. Mejor que muchos, sin miedo y en control, quizás sea algo brusca con el coche, pero tengo buenos reflejos. Añoro un poco a los conductores franceses, son locos pero buenos. Los hombres se quejan muchas veces de que las mujeres son demasiado cuidadosas o lentas, yo no, no lo soy. No, señoras y señores, me gusta manejar, y sufro cuando la gente a mi alrededor lo hace mal. En toda mi vida tuve un solo accidente y fue en París volviendo de un aeropuerto, hace poco, durante una de mis perdidas legendarias, con un montón de gente en el auto, un gesto desesperado me hizo girar a la izquierda y pumba, el que seguía detrás no pudo evitar mi auto y me abolló el costado, sorprendido de mi locura temporaria, resultando, por suerte, en más ruido que mal. Aparte de ese momento, no lo olvidaré, soy una buena conductora y siempre he insultado a todos los que lo hacen mal. Hay insultos e insultos, por supuesto. A mí me gustan las verduras, por ejemplo; uno puede dejar volar la imaginación usando verduras en vez de palabrotas, choclo desdentado, zanahoria mal crecida, sinvergüenza de repollo mal lavao; esas invectivas me permiten insultar y hacer reír a los chicos, además de liberarme. Manejo todos los días y todos los días insulto. Ajá, toditos todos. Palabras en el aire, que intento sean lo más aliviadoras posible. En Canadá, la mayoría de los conductores tienen autos automáticos y éstos son lentos para arrancar, son grandotes, y están acostumbrados, los muy cómodos, a no tener que fijarse demasiado en los demás, pensarán que el retrovisor es para ver donde está la nariz cuando se meten el dedo y ... Son espantosos, les digo yo. No miran, no conocen el tamaño de su coche, son lentos, y miedosos, el miedo es... terrible: voy pero no, me meto pero no sé, ay, ¿qué hago? Por Dios, metete de una santa vez, por favor, y dejá de hacernos sufrir. Encontré ayuda en mi madre que me habló de boleros mexicanos, unos boleros que me ayudarán a no sentirme corta en los insultos de mis recorridos diarios. Aquí les pongo un ejemplo, yo estoy aprendiendo con aplicación las letras de esta buena señora para cantarlas cuando vaya de aquí para allá y tenga que relajarme en el tráfico canadiense.
Les presento a Paquita, la del barrio, y ahora me oirán cantarla por las calles de Montreal, desde las ventanillas de mi autito color plateado...
Siento que me voy a reír. No hay como los boleros, jaja.
Todos los días desde el martes subo al auto y en cuanto lo pongo en marcha suena Mars el segundo disco de Stadium Arcadium de los Chilis, que pusimos el domingo y no sé por qué vuelve ésta más a menudo, será que me gusta, y me hace pensar en vos... Sip, eso debe ser.
De una mujer desorientada pero lúcida, que quizás lo tenga todo para la izquierda, y no lo suficiente para la derecha, un beso y todo mi amor.
Pasa el ómnibus por la calle Victoria temprano y vibran un poco las arañas encima del escritorio; se levantan mis vecinas, se apuran antes de salir a trabajar y retiembla el cielorraso, las paredes, pum, pum, pum, resuenan los pasos de un lado para el otro. Los chicos detrás de la casa, en la callejuela: juegan, gritan, se llaman; los camiones con el choque de las puertas que se abren, el pito de la marcha atrás, los autos y sus bocinas al trabarse automáticamente las puertas, algún adolescente voceando mientras persigue a un amigo. Las sirenas. Todo vive y se agita. Sonidos urbanos. Todo afuera, mi casa por dentro es silenciosa, apenas rumorea el ronroneo de la máquina de lavar. Donde vivo: un largo pasillo, largo, largo, las habitaciones para el lado derecho, diseño típico de las construcciones de las casas montrealenses, los duplex, como se los llama aquí, son dos casas independientes, a veces tres, una encima de la otra, y esta estructura de casa citadina se desarrolló por mi barrio a mediados del siglo XIX. Un salón, una sala comedor, los cuartos, y se termina en la cocina que da sobre la callejuela y, en mi caso, al sol, todo el sol está concentrado ahí.
-No dejes la bicicleta delante de la casa, Benja -Mamá, entro y salgo en un pis-pas. -No, hijo, no se puede. -¿Por qué? No exageres, mamá, no me la van a robar.
Un hombre pasando con su perro nos mira y nos dice bien alto : oh, sí, sí, aquí se roban bicicletas. Cuidado joven, ten mucho cuidado. Todo parece tan tranquilo, pero desaparecen: es un hecho conocido. Se da vuelta un chico de diecisiete años apoyado sobre un auto un poco más lejos, esperando vaya uno a saber qué, y agrega indignado: a mí me han robado dos, en Montreal se afanan más bicicletas que en cualquier otra ciudad de Norteamérica, es nuestra especialidad.Dos, repite entristecido. Me doy vuelta y el que ha desaparecido es Benja, con su bicicleta, esfumado a toda velocidad por las veredas de la ciudad: vaya, pienso ¡qué cosas!
Estamos en el centro, en plena ciudad. Sí, vida urbana después de siete años en el casi campo de un suburbio de París, pero los chicos van aprendiendo bien rapidito a despabilarse, y mientras busco a mi hijo con la mirada pasa a toda velocidad el 124, el ómnibus de la calle Victoria, y desde el escritorio tintinean las arañas de la casa.
"La terre nous en apprend plus long sur nous que tous les livres. Parce qu'elle nous résiste. L'homme se découvre quand il se mesure avec l'obstacle. Mais, pour l'atteindre, il lui faut un outil. Il lui faut un rabot, ou une charrue. Le paysan, dans son labour, arrache peu à peu quelques secrets à la nature, et la vérité qu'il dégage est universelle. "
No hay caso, siempre recuerdo la primera página del libro de St-Exupéry Terre des Hommes cuando salgo a trabajar. Siempre tengo que respirar hondo, y pensar que todo estará bien, me voy a enfrentar con mis 27 monstruitos. Voy a luchar con mi día --resistente-- con guantes de terciopelo y aprender de ellos sobre la vida.