viernes, 25 de julio de 2014

El otro día hablaba con mi madre de prejuicios.

El único banco libre del parque, bajo un árbol, a la sombra fresca, estaba ocupado por un viejo inmóvil, enclenque, los ojos temblorosos y mojados. Me siento a su lado sin muchas ganas, ¿qué elección? El sol ardiendo y cegando, no hubiera podido leer el libro que llevaba en mi cartera pesada y que contribuía con el sudor a manar un malhumor creciente. Abro el libro y luego de leer siete veces la primera línea de la página 102, lo cierro de un golpe, resoplando. El viejo, inalterable, descruza lentamente las piernas. Viejo, moribundo, ¿no te estarás por ir de una vez, que me quede tranquila sobre el banco? Lo miro y me imagino su vida solitaria, enferma, dificultosa por lo cual me calmo un poquito y lo saludo: el calor es infernal hoy ¿no? “yo lo disfruto bastante”, me responde. “Ah, sí, dura tan poco aquí…”digo, “mi casa es una sauna”, murmullo como para justificarme. Luego de un momento incómodo me dice: “Estoy esperando a mi novia. ¿Novia? Interrumpo. Debemos encontrarnos, como todos los días, en este banco. O sea, señorita si quiere lugar, le sugiero que vaya en búsqueda de otro banco, aquí estaremos ocupados, me dice sonriendo. Viejo mortecino, pienso, vos con novia y echándome del banco. Ya se habrá visto. Me levanto y lo miro antes de darme vuelta. Lo miro de otra manera claro, lo miro, en serio, y él, inalterable, vuelve a cruzar las piernas.

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