Al visitar el departamento, reparé inmediatamente que sobre la puerta contigua estaba escrito Sampedro. Será español mi vecino, me animé a preguntar al agente de la inmobiliaria. Sí, un hombre de una cierta edad, llegado a Francia con la guerra civil. Qué ilusión, soy tan sentimental, me alegré ya que prácticamente sola en París, tendría un vecino con el que conversar.
Había encontrado el departamento con la guía telefónica amarilla, llamando meticulosamente a todas las agencias de alquiler parisinas, barrio por barrio. Todavía me veo con el librote sobre las rodillas, un lápiz entre los dedos, tachando uno a uno los renglones apretados con cada respuesta negativa, el auricular entre la oreja y el hombro y en la voz, la fe. La fe que algo saldría.
Las tentativas más usuales, como por ejemplo de responder a un anuncio en el diario, habían fracasado o me habían apabullado. Dos veces me presenté a la dirección del periódico, dos veces las colas de gente con un millón de papeles en mano, eran tan largas, tan increíblemente largas que ahí nomás me desanimaba y ni me acercaba.
Sin embargo, una tarde:
“-Hola, buenas tardes, lo llamo porque estoy buscando un departamento en la zona, ¿algo tendrá para alquilar que no cueste más de 2 500 Francos al mes?
“-Algo tengo”, me respondió un señor. Bingo. Ahora me doy cuenta, sabiendo lo que sé, que me había tocado la lotería.
Nos dimos cita rue de la Tombe-Issoire, 14 arrondissement de París.
Rue de la Tombe-Issoire, qué nombre.
El término de departamento quizás sea algo exagerado en este caso. Digamos más bien, una pieza de 22 metros cuadrados, con un baño y ducha, minúsculo. Un salón abuhardillado, una ventana que daba sobre la estación de metro, las vías del tren, un piso totalmente vacío, sin un foco para alumbrar. El edificio era viejo y algo descuidado.
Perfecto le dije al hombre a mi lado. ¿Cómo hacemos? Firmando un contrato, me confirmó el agente. Los propietarios piden dos meses de alquiler de garantía, el piso es suyo.
De octubre a abril, seguí con la fantasía de conocer a Sampedro, aunque durante el invierno, de noche, una vez abierto el sofá Ikea que me servía de cama, la espalda contra la pared, lo sentía. No le hablaba, ni nada por el estilo, sino que sabía que ahí estaba.
No soy de creer en mis intuiciones. Soy una bruja de tercera categoría. Me habían dicho los propietarios que Sampedro estaba probablemente de visita en España. Se solía quedar meses.
El teléfono de al lado sonaba a veces, y el timbre se perdía en el silencio del edificio. Nunca nadie contestó.
La vida parisina dio sus vueltas y giros y al final llegó la primavera. Y con ella, las ventanas se abrieron para que salga aire, entre viento y pase el sol. De repente, también llegaron las moscas.
Las moscas mensajeras de lo que siempre había sabido. Moscas negras, gordas, pesadas. Sin dudar, llamé a los bomberos que vengan a echar abajo la puerta y me dejen entrar para confirmar que lo siempre supe, que ahí estaba mi vecino, el señor Sampedro.
Llegaron seis o siete jóvenes vestidos de azul, haciendo mucho ruido por las escaleras. Los esperaba adosada a la puerta, e intentaba observarlos mientras empujaban la entrada a lo de Sampedro. Un golpe dieron, dos, a dos, y la puerta cedió. Cuando quise meter la cara por el umbral, un joven me echó para atrás con una mano segura sobre el pecho. No señorita, no entre.
Sampedro había muerto sobre su cama en otoño, con las ventanas abiertas. La razón por la cual posiblemente no pude darme cuenta de nada, el invierno conservando la temperatura baja y retrasando los olores de manifestarse. Cuántas veces habré oliscado la puerta antes de entrar en mi casa. Sí yo sabía. Siempre lo supe.
Han pasado veinticinco años desde que me mudé de esa cajita de jabón. No hay un año en que no piense en mi vecino, un viejo español al que casi conocí y cuya presencia jamás me abandonó, pero que nunca me abrió la puerta.
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