Paseando con Emilia por la calle hoy, día maravilloso y claro, yendo a un restaurante griego para cenar, allá al oeste, sin prisa, con sol en la cara y en los brazos y en la sonrisa, sol oblicuo de tardecita, después de haber bailado cuatro horas como todos los domingos, y, también que me hayan dicho, con tono sincero: "qué agradable es bailar con vos", así livianita y feliz como en verano, consciente de la dicha de este día porque mañana lloverá como ha llovido desde el principio del mes de mayo, entré en una librería de segunda mano cerca de casa y la vi. Ahí estaba en su estuche marron claro, perfecta. La vi y se me clavó la mirada. Mandé a que la sacaran de su mostrador, la ensayé, y sí, a pesar de su edad, funcionaba. Joder lorito, pensé, la compro y la compré. Una locura de cuarenta pesos.
Me la llevé a casa después de la cena, claro, y con gusto la instalé en la mesa del comedor. Le arreglé el papel, y empecé a escribir.
Las palabras salían con ritmo y música. Fue un placer reencontrado volver a sentir el golpeteo de mis dedos sobre las teclas, qué felicidad lo de oír mis pensamiendo imprimirse sobre el papel a medida que mis dedos escribían y sonaban tac tac tac. Fue como comer un dulce de la infancia y volver a sentir el momento del estremecimiento de la piel al contacto de la miel o el airecito respirado en aquellos tiempos. Es un capricho, pero como estoy a la edad de hacer lo que se me da la gana, ... , ahí sigue sobre la mesa, esperándome. La usaré para escribir cartas a mis amigos, primos, tía, cartas de verdad, con noticias buenas y malas. Qué buena idea, qué divertido. Habrá que ir a buscar direcciones.
Commodore modelo 650 del año 1962
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