No era un piso, era un sitio desaforadamente personal. Una instalación cambiante.
Mirarlo era entrar en un segundo en la cabeza del dueño y al mismo tiempo penetrar en un cuadro cuidado para el espectador. Emanaba calma del conjunto.
Aunque no hubiese podido decir por qué en ese momento, esos libros apilados me recodaron un momento feliz. ¿Qué sería?
Ah pero claro, recordé, le Palais Royal.
El piso me transportó a un día de sol a París, sobre una tierra arqueológica, así me gusta acordarme del lugar, una plaza divertida y controversial. Un trabajo poético tanto como --hasta una cierta medida --el dueño del piso. Me senté contra la pared, las piernas extendidas y sonreí.
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