domingo, 11 de abril de 2021

Paredón

 

Tras una larga bajada hacia el canal, hago luego unos kilómetros más hasta Lachine,  hacia el oeste de la isla, el parque de las estatuas, sin pensar, pedaleando como lo hago todos los días, mi circuito habitual. Ensimismada.  Lo hago porque no paro de pedalear, no hay coches, no hay obstáculos ni semáforos . No hay casi nadie. Me gusta salir por la hora y media que me exige el recorrido y llego a casa después de subir  tres cuestas: me siento como una heroína. Hoy sin embargo, hubo un cambio al programa. Estos días por el calor y el sol hay mucha gente en mi camino. Vieron como lo hice mío. Es mi circuito. No suele haber nunca nadie y estos días por ser primavera, se amontonan los ciclistas. Algunos con todos el  tralalá, pantalones cortos de latex, gafas negras, zapatos especiales. También familias.  Suspiro, no importa, no tengo prisa, disfruto del recorrido y ya está. Algo sin embargo me llama la atención. La gente que llegaba en dirección opuesta parecía exasperada, cansada. Me imaginé que era gente que salía solo los domingos. Me sentí fuerte, en control, pedaleando con facilidad y pensando que mi entrenamiento me servía para no sufrir. Pero estaba equivocada. Llegué al parque René-Lévesque, di una vuelta para regresar al este. Y me doy cuenta que sopla el viento. Un viento fuerte, ruidoso, forzudo. Un viento que me obligó a luchar, trabajar, que me pareció incómodo, desagradable.  Nunca me había tocado viento más fuerte. Me dolían las rodillas del esfuerzo. Tuve que pedalear con rabia contra una pared antipática. Recordé mis vanidosas suposiciones de buena forma, recordé esa sonrisa presuntuosa que les mandé a mis compadres ciclistas, y seguí pedaleando en silencio concentrada con ganas de llegar a casa.

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