Tras una larga bajada hacia el canal, hago luego unos kilómetros más hasta Lachine, hacia el oeste de la isla, el parque de las
estatuas, sin pensar, pedaleando como lo hago todos los días, mi circuito
habitual. Ensimismada. Lo hago porque no
paro de pedalear, no hay coches, no hay obstáculos ni semáforos . No hay casi nadie. Me
gusta salir por la hora y media que me exige el recorrido y llego a casa
después de subir tres cuestas: me siento
como una heroína. Hoy sin embargo, hubo un cambio al programa. Estos días por el
calor y el sol hay mucha gente en mi camino. Vieron como lo hice mío. Es mi
circuito. No suele haber nunca nadie y estos días por ser primavera, se
amontonan los ciclistas. Algunos con todos el
tralalá, pantalones cortos de latex, gafas negras, zapatos especiales.
También familias. Suspiro, no importa,
no tengo prisa, disfruto del recorrido y ya está. Algo sin embargo me llama la
atención. La gente que llegaba en dirección opuesta parecía exasperada, cansada.
Me imaginé que era gente que salía solo los domingos. Me sentí fuerte, en
control, pedaleando con facilidad y pensando que mi entrenamiento me servía
para no sufrir. Pero estaba equivocada. Llegué al parque René-Lévesque, di una
vuelta para regresar al este. Y me doy cuenta que sopla el viento. Un viento
fuerte, ruidoso, forzudo. Un viento que me obligó a luchar, trabajar, que me pareció
incómodo, desagradable. Nunca me había
tocado viento más fuerte. Me dolían las rodillas del esfuerzo. Tuve que pedalear
con rabia contra una pared antipática. Recordé mis vanidosas suposiciones de
buena forma, recordé esa sonrisa presuntuosa que les mandé a mis compadres
ciclistas, y seguí pedaleando en silencio
concentrada con ganas de llegar a casa.
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