lunes, 28 de octubre de 2024

Comer


 

Soy bastante adicta al café, nunca me hubiera imaginado poder lanzarme a las montañas con un objetivo absurdo de 20-25 kilómetros por día sin haber tomado café. Sino que eso ocurrió más de una vez en mi recorrido compostelano del norte. Ahora tengo que decir que muchas cosas hice en ese viaje que no se me hubiera ocurrido hacer jamás de la vida.  Eso de lanzarme a las montañas, por ejemplo.

El primer día en Irún nos dieron desayuno y salí habiendo bebido dos tazas casi decentes, comido pan y en el bolsillo nueces para el camino. Me habían dicho que por el esfuerzo sería mejor llevar consigo algo de comer y hacerlo de forma regular. Cuando llegué a Pasaia, me senté en un bar a las diez y media de la mañana a comer un pincho de tortilla:  fue el primero pero no sería el último. ¡Habré comido huevos en España!

Huevos, pan, sardinas, dátiles, muchos dátiles, nueces, alguna que otra fruta, comida sencilla envasada de supermercado: tipo ensalada de atún. Desde luego, no fue una excursión gastronómica el camino. Al contrario, la comida fue necesaria, comprada en función de su peso, comodidad en la mochila, aporte en proteínas, etc. No tengo recuerdo de una comida espectacular y eso que pasé por San Sebastián, Gernika, Bilbao, Santander, Gijón, nunca me senté en un buen restaurante a disfrutar. Precios, horarios, cansancio y la persistente preocupación de llegar, de poder seguir, de acabar el recorrido del día…

Pero, seguida esa primera experiencia de manejar comida y esfuerzo, después de ese primer almuerzo en Pasaia, llegué a San Sebastián. Los recuerdos que traía de ese lugar eran casi todos asociados a deliciosos momentos en bares, chupándome los dedos y suspirando de placer al meterme en la boca suculentos platillos de pinchos variados. Sin embargo, luego del esfuerzo tremendo hecho ese día inaugural, tras reparar que el dolor en la rodilla que sentía sería bastante serio, sólo quise descansar, obtener mi sello y dormir.

Prefiero aclarar que muchos peregrinos, gente sensata, organizada y más tranquila, a diferencia de mí, hicieron de su viaje un camino más variado de comida y diría que experimentaron platos locales, especialidades, exquisiteces.  

Además, otra dificultad fue que los horarios del peregrino no corresponden siempre con los de las comidas españolas. Muchos caminantes se levantan muy temprano, la mayoría de los albergues no sirven desayuno, y hay que marcharse antes de que los bares hayan abierto. Luego, sí que se pueden comer tapas, pinchos, comprar frutas y chocolate en los supermercados a cualquier hora, De hecho, no paraba de comer, cada vez que lo podía, a cualquier hora, tortilla por aquí, tortilla por allá, cada vez que lo podía me compraba algo, y comía de forma incesante, pero la comida de la noche, esa después de las nueve, a esa casi nunca pude llegar. En los albergues a las nueve de la tarde ya se está recostado.

En definitiva, la comida que más habré probado fue la tortilla, el pan y datiles. Una vez, nos tocó un albergue mexicano, bueno y generoso, con nachos y queso;  otra vez me sirvieron en un hostal privado comida en serio (solomillo de ternera) con vino y postre: una maravilla. Con mi amiga Rosa en Gijón quisimos comer, al ser todavía algo temprano, nos fuimos a un café y pedí la más grande y sensacional hamburguesa posible que me comí como si no hubiera comido en días. Me veía la pobre Rosa --algo inquieta o impresionada no sé bien—engullir esa comida, cuando el cielo se nos cayó encima, una lluvia tan fuerte que tuvimos que cobijarnos, una lluvia a la imagen de mi comida: exagerada y presurosa.  Otra vez, un hospitalario alemán nos cocinó un guiso sabroso. Y en Santiago de Compostela ya con tiempo y reventando el presupuesto comí pulpos a la gallega en un buen restaurante.

 


Sonja y yo, una peregrina encontrada en una posada perdida a unos cuatro kilómetros de Orio con la que congenié, decidimos en un acuerdo implícito que la primera cosa que haríamos, si nos encontrábamos en el camino, sería tomarnos una caña.   Bueno, es más, cada vez que entré en un pueblo, o terminada la jornada, me tomé una caña fresca y sabrosa. Pensando en ella, claro está.

El camino que hice no lo haría igual, y principalmente, no comería igual, eso es seguro.

 

 

 

 

 

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