domingo, 29 de marzo de 2009

Árboles y ciudades

Le tengo pasión a los árboles y una de las cosas que me gusta es que viven mucho tiempo: son eternos, y no paran de crecer durante ese largo tiempo infinito de su vida de árbol; se nutren de agua y tierra, minerales y crecen más, suben, buscan el cielo, siempre la testa erguida en el aire, bellos y elegantes, además, renacen, con un prodigio de ramas, yemas, brotes, espinillas, granos, hojas, y colores, verdes claros, verdes noche, o no, en fin, no importa, todos ellos son puramente maravillosos. Al lado de un museo de antropología en Chapultepec, en el DF de México, he escrito, arañando un poco un árbol raro de corteza dura, con una lapicera algo inútil, el nombre de mi amor y el mío, par que dure, para que crezca y yo tenga la oportunidad de volver y enseñárselo.


Feliz día, amor

J. Gelman

Ancho en París

Al que extraño es al viejo león del zoo,

siempre tomábamos café en el Bois de Boulogne,

me contaba sus aventuras en Rhodesía del Sur

pero mentía, era evidente que nunca se había movido del

Sahara.

De todos modos me encantaba su elegancia,

su manera de encogerse de hombros ante las pequeñeces

de la vida,

miraba a los franceses por la ventana del café

y decía "los idiotas hacen hijos".

Los dos o tres cazadores ingleses que se había comido

le provocaban malos recuerdos y aun melancolía,

“las cosas que hace uno para vivir" reflexionaba

mirándose la melena en el espejo del café.

Sí, lo extraño mucho,

nunca pagaba la consumición,

pero indicaba la propina a dejar

y los mozos lo saludaban con especial deferencia.

Nos despedíamos a la orilla del crepúsculo,

él regresaba a son bureau, como decía,

no sin antes advertirme con una pata en mi hombro

"ten cuidado, hijo mío, con el París nocturno".

Lo extraño mucho verdaderamente,

sus ojos se llenaban a veces de desierto

pero sabía callar como un hermano

cuando emocionado, emocionado,

yo le hablaba de Carlitos Gardel.

(Gotán)

domingo, 22 de marzo de 2009



Les grands voyageurs
laissent dans le cœur des ardoises
les grands voyageurs
laissent les tuiles aux tuileries
cherchent des amuse-gueule
au buffet de la gare
trouvent des femmes seules
pour hommes affamés
à quatre pattes
à quatre pattes
intacts

Les grands voyageurs d'Alain Bashung

sábado, 21 de marzo de 2009

Invierno


A los 25 tomé un avión y llegué a París. Recuerdo: era un doce de diciembre y salía de Montreal y el invierno. Había sido un año intenso de trabajo, mucho, mucho trabajo: dos escuelas, una de día y otra de noche, terminando a las nueve, algunos trabajos de periodismo para juntar plata y pagarme la mudanza. Frío el mes de diciembre. Cansada, Inés, flaca, triste de dejar a los amigos, y a toda mi gente, pero, al mismo tiempo, ansiosa por irme y conocer el otro lado del charco: tanto había soñado con Europa. “¿Por qué te vas, Inés?”, cantaba Gastón en una fiesta de despedida memorable. Ay, mi querido amigo, tantas razones, buenas y malas. Me iba porque creía que allá viviría algo diferente, intenso, nuevo, radicalmente otra cosa, iba a la gran ciudad, histórica y bella, blanca, gris, con panaderías, cafés y adoquines. Tenía una película bonita en la cabeza, ¿cómo?, tenía veinte películas, mil, tanto había soñado con ir: es importante la parte de sueño, la disposición del espíritu, me sentía atraída de tantas maneras, al final vería lo que tanto había imaginado; pero eso no es toda la verdad, me fui porque quería, de alguna manera, apropiarme de esa ciudad: París, mía, el Sena, mío, ahí vivió Inés Negrete, quería adueñarme de las calles, las veredas caminadas por tanta gente, todos los días, oler la humedad entrando en los edificios antiguos, cruzar parques que cruzaron hace dos, tres, cuatro siglos, gente como yo, quería una ciudad grande, bella, elegida por mí… Llegué a París el trece de diciembre a la mañana y lo primero que hice fue dormir. Al despertar era de noche; salí a pasear con dos acompañantes, J.-J. y su hermano. Caminamos por lo menos cinco horas por toda la ciudad iluminada por luces difusas, sobre los puentes y junto al agua oscura del río. Nos cruzamos con gente caminando con paso rápido, cabizbaja y aire sufrido, los hombros altos y tensos, las manos profundamente hundidas en los bolsillos. Nosotros también caminamos sin parar: el quinto, el cuarto, el segundo, el primero, République, la Bastille, el 14, y finalmente el 15, donde estaba el departamento, caminar hasta que los pies no sientan los adoquines de las calles, que mis ojos no distingan la Rive Droite de la Rive Gauche, ni puedan ver la torre Montparnasse levantado el mentón, empezar a desorientarme siguiendo el río…“Inés, recordás lo que te dijimos de este puente”, “Oh, sí, profesor: está hecho todo de acero... y se llama Alejandro III”. Era invierno y en esa primera noche parisina, a los 25 años, cansada y deslumbrada, me saqué el tapado y respiré todo el aire que cabía en mis pulmones, todo era tan hermoso y allí estaría mi domicilio, la canadiense se reía y tenía calor.


John Denver, 1967, cantada por Chantal Kreviazuk

Movimiento


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Sao Paulo es una gran ciudad. Londres también. París, otra. Aprendí que aunque vivas donde todo es posible por la extensión y la variedad de ofertas al común de los mortales, en realidad se vive en un barrio, yendo y volviendo del trabajo, comprando comida donde es práctico, el mundo se reduce a unas cuantas calles. Los trayectos, los viajes, un ir y venir infinito. Sao Paulo, no sé, no lo conozco en realidad; conozco a Brooklin Novo, barrio de un período de la infancia, con sus calles de nombres americanos, cerca de la avenida Bandeirantes. Recuerdo la plaza al lado de casa, recuerdo la casa, perfectamente bien, el jardín donde planté un carozo de palta que germinó para convertirse en arbolito, y también, al final de la calle, el Club Hípico, los vecinos haciendo bicicleta, las primeras fiestas de pre-adolescentes, que éramos entonces mi hermana y yo. Recuerdo que tenía que levantarme temprano para tomar el bus escolar donde pasábamos todos los días una hora yendo y viniendo de casa al colegio. La gran ciudad vista por la ventanilla, jugando con los compañeros de bus, sitio de los primeros roces de mano, secretos, y siempre la radio del conductor a todo lo que da que nos gritaba:

Gooooooooooooooooooooooooooooo-oooooo-oooooooooo-o-o-o-o-o-o-o-o-o-oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo-ooo-ooo-ooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooolllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllll do equipo de Santos (no exagero).

El voceo de los goles en Brasil es una maravilla. La vida pasaba en el bus. Algunos barrios desfilaban en el exterior, y nada más. En ese entonces, les hablo de un tiempo que los menores de veinte años no pueden conocer, salíamos poco, pero cuando lo hacíamos, era como cambiar de país.

Londres es enorme, vasto, y de la misma manera, por una cuestión de tiempo y conveniencia, viví casi confinada en dos barrios, el de mi casa en Chiswick y el del trabajo en Camden. Exagero, exagero, por supuesto, porque el primer año y medio en Londres, me moví, conocí, recorrí, paseé, visité y viví en varios sitios de Norte a Sur, en la periferia, en el centro, en lo alto de Londres, allá arriba, antes de tener mi primer bebé; con mi hijo el barrio se volvió el universo. Main Street el teatro de todos mis días, el supermercado, los cafés, la farmacia y la clínica donde iba a pesar a mi niño. Dos años entre cinco o seis calles, con algunas excursiones, oh, tan raras, fuera del barrio. A Chiswick puedo decir que lo conozco bien. Los vecinos, los comerciantes, las boutiques, los que paseaban al perro. También los jardines de la casa de Chiswick, un lugar extraño y fabuloso donde acudía todos los días con el cochecito de bebé a perderme en un lugar verde y sorprendente. Completamente sorprendente. Londres tiene eso: uno dobla una esquina y todo puede pasar: encontrar una entrada algo oculta, un portón de hierro forjado y tras un caminito tortuoso ver aparecer un caserón inmenso, Chiswick House, un espectáculo palladiano que pertenecía a Lord Burlington, en el 1700, con sus jardines italianos, los inmensos cedros y cipreses, sorprendente, dije, sorprendente. Uno de mis lugares preferidos en Londres, por supuesto. El Támesis que pasaba cercano y el Coffee Shop perdido entre los árboles abundantes que tenía un cocinero estupendo, un café decente, una gozada.



Y es exactamente eso lo que me atrae de las ciudades grandes, es como ser una mosca en una cuba de miel, qué digo: un tonel, con un derroche de puntos posibles de contacto, ¡tantas posibilidades! Existe la oportunidad, el potencial, pero no nos engañemos, cuando la gente dice: vivo en Sao Paulo, vivo en Londres, en París, hay que saber que posiblemente viva en un barrio chico, haciendo trayectos largos y colas interminables para obtener cualquier servicio, o perdiéndose los mejores conciertos del mundo por no haber podido comprar el billete a tiempo.
Sí, sí, me fascinan las ciudades grandes, siempre deseé perderme en ellas, marearme de anonimato y el humo de los coches, sentir el pulso de millones y millones de personas, yendo y viniendo de su barrio al trabajo, caminado, en bus, en metro, en movimiento.




jueves, 19 de marzo de 2009

Actualidad

Para Marta Inés


Dice, en español: de la utilidad del preservativo para luchar contra el SIDA. Le Devoir, 19-03-09

martes, 17 de marzo de 2009

A mi Patricia verde y cumpleañera

Kees van Dongen, muchacha de medias verdes.


Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura
ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas la están mirando
y ella no puede mirarlas.
Verde que te quiero verde.
Grandes estrellas de escarcha
vienen con el pez de sombra
que abre el camino del alba
.

El viento fuerte de marzo trajo luz, una luz que se arrastra por las tardes en sombras doradas, trajo aire soleado y azul, trajo aliento, e ilusión. Todavía no ha llegado la primavera pero algo en el cielo augura días más verdes. Oh, verde, cuánto me gusta el color verde, y mientras observo los torbellinos por ahí arriba, rezo que me lo traigan de vuelta, sí, quiero el color, la lozanía; porque verde es la promesa de los árboles, las hojas, el césped; verde el color de los ojos de mi chico, y aceituna el color de tu tez, gitana, frondosa tu voz, verde la de él; verde los cambios; marzo rafagoso, afloja los bancos de hielo y nieve que parecían eternos. Todo sigue blanco pero la nieve va menguando, dejando que los olores y la humedad de la tierra ensucie el camino de vida. Mes de cambios vistos a la luz del día, acelerados. Cambios buenos. Ya verás, Paulina, este año estará bien. Ya verás, en tu provincia lejana y fría también tu mes hermoso de pequeños terremotos, lo cambiará todo, y abril será una brisa. Ya verás como el viento renovará el aire pesado del invierno, rejuveneciéndote. Hoy, como siempre, hermana, pensaré en vos, toda cubierta de verde envuelta de aire de marzo. Feliz, feliz... ya sabés.




martes, 10 de marzo de 2009

Para AV, amor de mi vida.


Si te espero siempre
¿Por qué eres sorpresa?
Si estoy como el árbol,
esperando al pájaro,
-mensajero alto-
con todas las ramas
del ardor tendidas.
¿Por qué, como el árbol,
tiemblo cuando llegas?
¿Y por qué me pasma
la insólita vuelta
de lo repetido,
del invierno claro
detrás del otoño,
del estío inédito
tras la primavera?
La vuelta… ¿fatal?
¿Sin querer nosotros?
No, no. La queremos:
tras de su antifaz
de don a la fuerza,
se le ve su rostro,
libertad suprema.
Si te esto pidiendo,
igual que se piden
la luz y el reflejo
¿por qué, si me miras
me asombro
de ver que mi alma
devuelve a tus ojos
tu misma belleza?
Te reconozco, sí,
como se conocen
el fuego y los números.
Pero al verte siempre
parece que dejas de ser
por primera vez
la desconocida.
Mi ser está lleno
de infinitas sendas
que han hecho tus pasos
de andar en mí tanto.
Tengo
la vida sembrada
de huellas, las huellas
sólo de tus plantas.
Entonces, ¿por qué
cuando tú me andas
a besos, a sueños,
por esos senderos,
por qué me parece
que el alma se estrena?
Todo me lo das;
y todo te queda.
Siento los tesoros
que tú has puesto en mí
igual que se siente
la edad de la vida
dentro de las venas:
siento mi riqueza.
Entonces
¿por qué al darme algo
no parece más,
y tiemblo de gozo
como tiembla el alma
al ver que la suerte
se inclina, se inclina,
y le da la dulce
dádiva primera?

Pedro Salinas

lunes, 2 de marzo de 2009

9 años


Tres siluetas se perfilan cerca de la puerta de salida del aeropuerto, estoy hace media hora parada como una tonta, un globo enorme con Feliz cumpleaños en la mano, una bolsa de ropa, camperas de invierno, gorros, guantes, en la otra, inmóvil observando la jungla que vuelve de viaje, son tantos, está lleno el hall de arribos. Los tres, despacio, doblan hacia la salida, me ven, se ponen a correr brazos abiertos, gritando mamáaa...Y mamá soy yo, me derrito, pongo a temblar, dios, cuánto los extrañé, me abrazan, qué hermosos son, qué grandes, qué afortunada me siento, Rosa, lo digo con la voz entrecortada, no como me lo enseñaste, sino que me sale con un ronquido, un suspiro. Mis hijos regresaron a casa, y me siento en paz.

Feliz cumpelaños Sophie, hermosa.