jueves, 19 de enero de 2017

Estoy en Arese, un pueblo al noroeste de  Milán, no sé bien ni como llegué, sé que llovía, une tormenta de tarde veraniega después de un día tirada en un parque cerca de la estación de tren Centrale. Por tren, por supuesto, tantos trenes tomé esos días. Arese, pequeño pueblo, donde la noche anterior, comimos en un restaurante delicioso prácticamente a solas con el propietario, una comida sabrosa y un vino espectacular. Una calle simpática, donde la iglesia parroquial San Pietro e Paolo, participa de la vida del pueblo con sus campanas alucinantes. Estoy recién despierta, después de un viaje pesado y emotivo desde Barcelona. Estoy con ganas sin embargo de conquistar a Italia, me río sola después de la ducha porque no encuentro mi cepillo de pelo que debo haberme dejado en passatges Centelles, joder lorito; quiero apoderarme de Milán y no puedo salir por los pelos revueltos y mojados. No importa, porque salgo inmediatamente a la calle central, paso por delante de la iglesia que canta, perdón señora, me dispiace, io ho bisogno de un “peine”. ¿Peine? Si per il capelli… AHH, un pettine, si si voglio un pettine. Non ché. ¿Cómo que non ché? Y no, imposible encontrar un maldito peine en todo el pueblo de Arese. No me lo puedo creer y por ser testaruda y malhumorada, voy de comercio en comercio, incrédula, pidiendo un peine. Y no… No encontré, sino que me hice un montón de amigos, el viejo del bar que me comentó que conocía un tipo que me podía llevar a Milán para que me compre el peine. Una señora elegante, amable que resultó hablar francés perfectamente, claro que estamos cerca de la frontera, bueno, relativamente, quien me recomendó salir del pueblo al monstruo comercial que construyeron cerca de Arese, pero, le preciso: no tengo auto. Ah, suspira;  la chica del café, hermosa y tan risueña, que intentó solucionar mi problema, preguntando a los clientes donde se podía comprar el pettine de la signora. Y, ¿por qué no un cepillo?. No, les dice, quiere un peine, un peine y nada más: ¿puede ser?  Cómo me he reído en Italia. El farmaceutico que se hacía el distraído, la peluquera que le echaba una mirada profesional al embrollo de mi pelo: yo no vendo pettine... Una señora grande y caminando lentamente, me acompañó a la parada de autobús y me fui a Milán con los pelos entreverados.No importa señora me dice, ya encontrará, en Milán, seguro que sí...

El día siguiente, me la encuentro a la señora que hablaba francés y que, con la mirada desde lejos, me pregunta ¿y? Y yo de acercarme para explicarle que no, que en Italia ya no se vendían peines, pero que feliz andaba con los pelos parados. Se rió y me saludó, seguro que pensaba cada loco con su tema.

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