
A los 25 tomé un avión y llegué a París. Recuerdo: era un doce de diciembre y salía de Montreal y el invierno. Había sido un año intenso de trabajo, mucho, mucho trabajo: dos escuelas, una de día y otra de noche, terminando a las nueve, algunos trabajos de periodismo para juntar plata y pagarme la mudanza. Frío el mes de diciembre. Cansada, Inés, flaca, triste de dejar a los amigos, y a toda mi gente, pero, al mismo tiempo, ansiosa por irme y conocer el otro lado del charco: tanto había soñado con Europa. “¿Por qué te vas, Inés?”, cantaba Gastón en una fiesta de despedida memorable. Ay, mi querido amigo, tantas razones, buenas y malas. Me iba porque creía que allá viviría algo diferente, intenso, nuevo, radicalmente otra cosa, iba a la gran ciudad, histórica y bella, blanca, gris, con panaderías, cafés y adoquines. Tenía una película bonita en la cabeza, ¿cómo?, tenía veinte películas, mil, tanto había soñado con ir: es importante la parte de sueño, la disposición del espíritu, me sentía atraída de tantas maneras, al final vería lo que tanto había imaginado; pero eso no es toda la verdad, me fui porque quería, de alguna manera, apropiarme de esa ciudad: París, mía, el Sena, mío, ahí vivió Inés Negrete, quería adueñarme de las calles, las veredas caminadas por tanta gente, todos los días, oler la humedad entrando en los edificios antiguos, cruzar parques que cruzaron hace dos, tres, cuatro siglos, gente como yo, quería una ciudad grande, bella, elegida por mí… Llegué a París el trece de diciembre a la mañana y lo primero que hice fue dormir. Al despertar era de noche; salí a pasear con dos acompañantes, J.-J. y su hermano. Caminamos por lo menos cinco horas por toda la ciudad iluminada por luces difusas, sobre los puentes y junto al agua oscura del río. Nos cruzamos con gente caminando con paso rápido, cabizbaja y aire sufrido, los hombros altos y tensos, las manos profundamente hundidas en los bolsillos. Nosotros también caminamos sin parar: el quinto, el cuarto, el segundo, el primero, République, la Bastille, el 14, y finalmente el 15, donde estaba el departamento, caminar hasta que los pies no sientan los adoquines de las calles, que mis ojos no distingan la Rive Droite de la Rive Gauche, ni puedan ver la torre Montparnasse levantado el mentón, empezar a desorientarme siguiendo el río…“Inés, recordás lo que te dijimos de este puente”, “Oh, sí, profesor: está hecho todo de acero... y se llama Alejandro III”. Era invierno y en esa primera noche parisina, a los 25 años, cansada y deslumbrada, me saqué el tapado y respiré todo el aire que cabía en mis pulmones, todo era tan hermoso y allí estaría mi domicilio, la canadiense se reía y tenía calor.
Hola Inesilla:
ResponderEliminarQué bellos recuerdos.
¿Pero ahora has vuelto a Montreal o a la Argentina?
Saludos jorgianos
He vuelto a Montreal en el Canadá, Jorge.
ResponderEliminarSaludillos,
Inés