Nieva sin
parar desde el principio de febrero. Ya casi terminando el mes, penúltimo día, el
cielo decidió mandarnos otra capa blanca con copos gordos, fofos, casi
comestibles. El cielo está bien gris, pero ya la luz le ganó a la sombra y
tenemos días progresivamente más largos, luz, luz. Estoy de sábado perdiendo el
tiempo con cosas inútiles en la casa, en la compu: me divierto. Pienso que
razonablemente debería ponerme en marcha, sin embargo, en un mover de ojos
perezoso, la mirada se pierde entre los copos cayendo y así mi voluntad.
La energía
de marzo está en la puerta, casi la siento, casi la vivo. Tengo el ánimo para
adelante. Ya es algo, si no el ímpetu por lo menos el ánimo. No podré viajar en
marzo como planeado, los viajes siguen prohibidos, las restricciones severas. El
peligro de quedarme bloqueada sin poder volver al trabajo, hicieron que
trasladé las vacaciones hacia el final de mayo. Cruzo los dedos para que se
pueda entonces respirar mejor, sentir las garras de las limitaciones aflojarse.
Quiero
bailar.
No siento
ninguna otra falta. Es la única.
Deseaba ir
a la Argentina para tomar clases, que me enseñen, que me corrijan, que me hagan
bailar, sudar, rabiar, practicar, progresar.
Percibo que
marzo se aproxima, porque ya no sufro dolor sino deseo optimista, algo parecido
a la esperanza.
Es el
último sábado de febrero, un mes que odio con convicción, aunque no me haya
hecho nada y a pesar de ser corto y carnavalesco; lo odio por ser un mes metido
en pleno invierno canadiense. Un mes cansado y cansador. Ya, ya, está
terminando. Lo veo en la luz, lo veo en los cambios de la temperatura, la nieve
de hoy le está diciendo adiós, good riddance, chau, chau, bye bye. Y yo
también.
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