jueves, 3 de junio de 2021

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Subiendo por la pista ciclista del barrio de Rosemont, en el centro norte de Montreal, se me cruza una monja vestida con velo largo y túnica hasta los pies. Hacía años que no veía a una monja con su atuendo. Un segundo pensé que quizás sea un disfraz o un traje de teatro ya que la monja era joven y bella, alta y elegante (parece mucho, ¿no?). Pasé, sonreí y me concentré nuevamente en mi trayecto lleno de obstáculos, hoyos, hormigón reventado. ¡Ah la ciudad en primavera!, ¡oh Montreal de mala calidad! Al volver de ese mismo trámite, un par de horas más tarde, paso al revés por una calle paralela y a mi izquierda surge un cura, también alto, joven y elegante con su cuello clerical y un traje gris perfectamente cortado. Me quedé pensando. Primera observación: en un solo día veo a dos religiosos, más que en diez años paseando por la calle. Segunda observación, están vestidos de una forma elegantísima, son jóvenes y altos; tercera observación, caminan en calles paralelas en la misma dirección a la misma altura. Si lo escribo en un cuento, resultará demasiado craso. Así la vida en junio.

Junio el mes de mis aventuras. El mes en que intento cosas nuevas fuera de lo común como esa vez que nos tiramos al agua en un bote dragón con colegas tan novatas como yo. Aprendimos a remar al unisón en el agua a la tardecita de seis lunes de un mes de junio  (y un poco de julio, claro) anormalmente fresco. ¿Por qué barco del dragón? No tengo ni la menor idea. ¿Por qué acepté? Tampoco tengo respuesta. Lo hicimos un mes y medio hasta que se termine el cursillo. Una cosa nueva, exigente y divertida en el agua del canal Lachine.


El año pasado, año pandémico, me puse a caminar, pedalear como una loca. Este año, otra cosa encontraré. Ya que al no tener cosas agradables por lo menos cosas nuevas habrá que intentar.

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