Me encanta Robert Charlebois, siempre me gustó ese cantante: tenía una canción que se llamaba Les ailes d’un ange donde decía que deseaba ir a Quebec manejando, subiendo y bajando las colinas que nos llevan a la ciudad; o sea que, yendo a Quebec, manejando, sonaba en la cabeza repetidamente esa canción porque, además, las colinas que están en la entrada de la región de la capital nacional son impresionantes y no sé, será que me gusta Robert Charlebois.
Por otra
parte, no me gusta manejar y en particular por lugares desconocidos. Siempre he
tomado el bus para visitar a la bella Quebec. En el ómnibus uno se despreocupa,
no le lleva tanto la atención a la ruta. No me había dado cuenta de los
desniveles.
Llego a un
hotel en Ste-Foy, la ciudad en las afueras de la capital donde está la
universidad Laval. Le pido al encargado de la recepción que me indique el
camino a pie en dirección del centro, me mira con ojos incrédulos. - ¿Caminar? Pero
si tiene coche… – He manejado todo el día, quiero estirar las piernas. -No,
señora, no es posible caminar hasta el Viejo Quebec. -Niño, todo es posible
cuando se tiene dos piernas. Y caminando salí hacia Quebec. La distancia es de 10
kilómetros. Distancia a la que estoy acostumbrada. A medio camino, porque se hacía tarde, me
subí en un bus y llegué al centro sin más problemas: quería tiempo para
aprovechar de la luz y pasear tranquilamente: cené sobre una terraza agradable,
me di una vueltita ya que hacía bastantes años que no había vuelto y regresé
caminando por un camino verdaderamente feo (centros comerciales, Tim Hortons,
MacDonald’s y tutti quanti) pero derechito hasta el hotel. No es la primera vez
que dudan de mi capacidad a desplazarme a pie por la ciudad.
El
puente de Quebec, rodeado de obras, de conos anaranjados, pesado de coches
pegados los unos a los otros, parece querer caerse a pedazos. Un puente de
acero que fue lindo supongo a principio de siglo, ahora parece cansado,
oxidado, viejo, roto. El hotel estaba localizado al lado del puente y pude
admirarlo con pena. Me gustan los puentes.
La verdad
es que estaba cansada ese día y quería levantarme temprano a la mañana
siguiente para aprovechar del calorcito y día de sol en el Saguenay. No sería
un viaje largo sino una ida y vuelta pesada y lo deseaba, simpática. Un chalé
en el medio de una isla al norte de Chicoutimi, un día de sol, unas vueltas en
auto por las ciudades de la ruta de los fiordos, bellísimos paisajes del río
Saguenay, grandiosos acantilados, dimensiones americanas y volver por la región
de Charlevoix comiendo en Baie-St-Paul regresando por Quebec, viendo la
exposición de Picasso en el museo nacional de bellas artes y dormir en Montreal
unas tres horas más tarde.
A pesar de
la belleza del lago Clair, del agua transparente, de los millones de pinos
altos, soberbios, me sentí prisionera de la islita donde estaba ubicado el
chalé. No había sitio para caminar, no había donde ir ya que el chalé la ocupa
completamente; había que tomar un bote, remar unos 300 metros para llegar a la
orilla. En la orilla, solo rutas peligrosas con pick-ups confianzudos y rápidos.
Estamos en América donde no se camina aparentemente. Lo que sí hay cada vez más
son los ciclistas. Me imaginé un segundo
rodando por las colinas increíbles y suspiré divertida cavilosa la cabeza diciendo
¡no, no, no! Andando, nomás sería para mí.
La topología de los pueblos del Quebec se parece del uno al otro, los mismos snacks bars entrando a la ciudad, las construcciones nuevas, las rutas, si no fuera por los carteles dando el nombre, sería difícil distinguirlos. Lo que cambia es la presencia de los ríos. El Saguenay es de una belleza abrumadora. Cuando al doblar un camino aparece el fiord es simplemente maravilloso. Cuando, volviendo hacia Quebec, se divisa el río San Lorenzo, se me cortó la respiración, a esa altura era de una majestad impresionante. El agua hace que este país sea lo que es.
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