jueves, 8 de julio de 2021

Si j'avais les ailes d'un ange...



 Me encanta Robert Charlebois, siempre me gustó ese cantante: tenía una canción que se llamaba Les ailes d’un ange donde decía que deseaba ir a Quebec manejando, subiendo y bajando las colinas que nos llevan a la ciudad; o sea que, yendo a Quebec, manejando, sonaba en la cabeza repetidamente esa canción porque, además, las colinas que están en la entrada de la región de la capital nacional son impresionantes y no sé, será que me gusta Robert Charlebois.

Por otra parte, no me gusta manejar y en particular por lugares desconocidos. Siempre he tomado el bus para visitar a la bella Quebec. En el ómnibus uno se despreocupa, no le lleva tanto la atención a la ruta. No me había dado cuenta de los desniveles.

Llego a un hotel en Ste-Foy, la ciudad en las afueras de la capital donde está la universidad Laval. Le pido al encargado de la recepción que me indique el camino a pie en dirección del centro, me mira con ojos incrédulos. - ¿Caminar? Pero si tiene coche… – He manejado todo el día, quiero estirar las piernas. -No, señora, no es posible caminar hasta el Viejo Quebec. -Niño, todo es posible cuando se tiene dos piernas. Y caminando salí hacia Quebec. La distancia es de 10 kilómetros. Distancia a la que estoy acostumbrada.  A medio camino, porque se hacía tarde, me subí en un bus y llegué al centro sin más problemas: quería tiempo para aprovechar de la luz y pasear tranquilamente: cené sobre una terraza agradable, me di una vueltita ya que hacía bastantes años que no había vuelto y regresé caminando por un camino verdaderamente feo (centros comerciales, Tim Hortons, MacDonald’s y tutti quanti) pero derechito hasta el hotel. No es la primera vez que dudan de mi capacidad a desplazarme a pie por la ciudad.

El puente de Quebec, rodeado de obras, de conos anaranjados, pesado de coches pegados los unos a los otros, parece querer caerse a pedazos. Un puente de acero que fue lindo supongo a principio de siglo, ahora parece cansado, oxidado, viejo, roto. El hotel estaba localizado al lado del puente y pude admirarlo con pena. Me gustan los puentes.

La verdad es que estaba cansada ese día y quería levantarme temprano a la mañana siguiente para aprovechar del calorcito y día de sol en el Saguenay. No sería un viaje largo sino una ida y vuelta pesada y lo deseaba, simpática. Un chalé en el medio de una isla al norte de Chicoutimi, un día de sol, unas vueltas en auto por las ciudades de la ruta de los fiordos, bellísimos paisajes del río Saguenay, grandiosos acantilados, dimensiones americanas y volver por la región de Charlevoix comiendo en Baie-St-Paul regresando por Quebec, viendo la exposición de Picasso en el museo nacional de bellas artes y dormir en Montreal unas tres horas más tarde.

A pesar de la belleza del lago Clair, del agua transparente, de los millones de pinos altos, soberbios, me sentí prisionera de la islita donde estaba ubicado el chalé. No había sitio para caminar, no había donde ir ya que el chalé la ocupa completamente; había que tomar un bote, remar unos 300 metros para llegar a la orilla. En la orilla, solo rutas peligrosas con pick-ups confianzudos y rápidos. Estamos en América donde no se camina aparentemente. Lo que sí hay cada vez más son los ciclistas.  Me imaginé un segundo rodando por las colinas increíbles y suspiré divertida cavilosa la cabeza diciendo ¡no, no, no! Andando, nomás sería para mí.

La topología de los pueblos del Quebec se parece del uno al otro, los mismos snacks bars entrando a la ciudad, las construcciones nuevas, las rutas, si no fuera por los carteles dando el nombre, sería difícil distinguirlos. Lo que cambia es la presencia de los ríos. El Saguenay es de una belleza abrumadora. Cuando al doblar un camino aparece el fiord es simplemente maravilloso. Cuando, volviendo hacia Quebec, se divisa el río San Lorenzo, se me cortó la respiración, a esa altura era de una majestad impresionante. El agua hace que este país sea lo que es.








 

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