jueves, 1 de julio de 2021

Yoga in the park

  

Cuando tenía 18 años y estaba en el último grado de la secundaria, teníamos clase de educación física a las ocho de la mañana. La profesora, una mujer joven y simpática, ya no recuerdo su nombre, nos daba para empezar el día, una clase de yoga. Nunca había hecho eso: nos explicó que había que aprender a respirar correctamente, hacer unos movimientos sencillos que servían sobre todo para relajarse. Su intención era darnos un método de autorregular nuestro estrés ya que al final del año teníamos el muy pesado examen de fin de curso (el Bac francés). Fue la clase que más me ayudó ese año. Fue una revelación poder cerrar los ojos y visualizar el aire entrando por la nariz, en los pulmones, en el vientre y relajar poco a poco cada músculo del cuerpo. Aprendí a respirar. No era verdaderamente yoga, sino relajación inspirada por técnicas aparentadas al yoga.

Años más tarde, cuando nació mi primer hijo, estaba yo en esa época verdaderamente tensa. (Hubo gente que me comparó a la cuerda de un arco estirada a su máximo). Sería el exceso de hormonas, no sé, algo me pasaba. Tiempos complicados para mí. La espalda era una pared de hormigón armado. El cuello estaba tan rígido que los movimientos eran casi cómicos. Vivía en Londres. Algo aislada. El nacimiento de Guy por cesárea había retrasado el momento de amamantarlo, uf, una cantidad que cosas que se acumularon en tensiones que se hicieron cada vez más agudas. Fui a una clase de yoga llevada de los pelos por una vecina que se preocupaba por mí, por la segunda vez de mi vida. Me tiré sobre un tapiz e intenté respirar hondo para que mi espalda se vuelva humana. Algo funcionó. Habré participado a tres o cuatros sesiones, no aprendí nada, pero me hizo bien.

Desde hace tres lunes en el parque cerca de mi casa, voy a hacer yoga con Andrea quien es propietaria de la academia de tango donde solía bailar el domingo, donde aprendí a bailar para decir la verdad. Además de bailar, enseña yoga. Lo hace bien, aunque algo rápidamente si tengo en cuenta mis experiencias pasadas. Nos estiramos más que nada, nos concentramos en los músculos y los tendones. Gracioso, cada vez que hice yoga (y hacer yoga es una exageración, no sé nada de nada, apenas sigo algunas instrucciones) siempre me ayudó. Como ando contraída, con los músculos doloridos, estos estiramientos me caen bien.

O sea que cada década, década y media o más, aparece el yoga en mi vida. No lo busco, ni me interesa demasiado. Aparece, eso es todo. Y hay más, hace muy poquito he terminado de leer el libro de Emmanuel Carrère, Yoga, un hombre y autor francés, que practica el yoga desde hace 30 años, por qué será que uno lo hace, pensé. El libro habla más de sus estados mentales que de la disciplina asiática, en una narrativa cercana de la de Enrique Vilas Mata en sus libros, sin embargo, me pregunté por qué existe ese entusiasmo en nuestra sociedad occidental por una doctrina de meditación espiritual. Sin practicarlo, sin conocerlo, sin entenderlo, el yoga siempre vino a ayudarme en momentos distintos y sin más preguntas, me siento agradecida y ya está.

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