miércoles, 2 de mayo de 2007
Cosquillas
Mi abuela salía todos los días de su casa para ir a la casa de su madre, que quedaba a una cuadra, a la tarde, de visita. Mi abuelo le preguntaba a qué hora volvería, a las ocho le contestaba, a las ocho menos cinco estaba él esperándola en la puerta. Mi madre tenía nueve años cuando murió su papá. Yo era chiquita cuando murió Miquita. Apenas tengo algunos recuerdos inciertos, algo me queda de su voz y de su mirada. Mucho no. Y sobre todo ninguna conversación con ella. Yo era muy bebé cuando murió. Lo que sé me viene de mi madre y de su cariño por sus padres. Y es así que durante mi juventud me contó de como mi abuelo quería a mi abuela. Siete hijos tuvieron y se amaron hasta el último día. Mamá dice que su papá miraba a su mamá como si fuera la mujer la más bella del mundo, la escuchaba como si fuera la mujer la más inteligente del mundo, todo lo que decía tenía su importancia, y por supuesto, todo lo que hacía estaba bien. Ella, lo adoraba. Mi abuelo tocaba la guitarra y cantaba, y cuando lo hacía asegura mi madre, lo hacía para ella, en casa, en familia, avergonzándolas a las más pequeñas de las hijas por las miradas que se mandaban. También se escapaban al atardecer los dos, al fondo del patio, solos, a sentarse donde estaba el árbol caído, sosteniéndose de la mano. Mi madre, como lo dije, perdió a su papá jovencita, pero recuerda a su padre como un hombre enamorado de su mamá. Muchas cosas se han dicho de mi abuelo, se habló de su carácter, su orgullo, su inflexibilidad para muchas cosas. Era todo un personaje. No lo conocí, quedan desparramadas por las casas de los hijos, algunas fotos de otro tiempo donde se lo ve vestido y serio, con esa frente abierta de los Aragón, y la verdad es que lo único que puedo reconocer es la misma mirada de mi mamá, muy difícil de explicar, una mezcla de orgullo, generosidad y desafío, y ¿por qué te cuento yo esto? No sé, no sé, será por algo que siento cuando me miras.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Guardo un escrito de unas siete páginas sobre mi abuelo. Lo escribió mi tata para mandárselo a Noemí, porque había uno que estaba por escribir una biografía. Por esa manía que tienen algunos Aragón de no hablar de sus cosas, el escrito no tiene nada íntimo, sólo asuntos que se pueden hallar en archivos de los diarios quizás. Sé que tocaba la guitarra, porque el tata heredó algunas músicas y tocaba otras, como una rusa que, decía, era una perfecta canción femenina. El tata nunca habló de él, lo nombraba incidentalmente para contar otra cosa, como que llegaron, de a caballo, a Tafí del Valle la noche que se inauguraba el camino. O de otra vez, que lo he escrito, que mi abuelo mojó el cuchillo en un arroyo y lo guardó sin secarlo. Junto al tío Raúl, los tres habían estado almorzando mientras iban no sé adónde y se les juntó otro tipo a caballo con el que compartieron el mediodía. Entonces el abuelo le preguntó al otro
ResponderEliminar-Qué mira.
-Nada, que guarda el cuchillo sin secarlo.
-Porque es acero inoxidable, ¿ve?
Acababan de salir los cuchillos que no se oxidaban, una maravilla de la modernidad. Pero no sé muchas más cosas de él, salvo las públicas, las que salen en los diarios de cuando en cuando.
De la abuela Miquita sí me acuerdo. Yo tendría unos 10 años cuando murió, así que tengo recuerdos. Pero ya te conté de eso, creo.
A vos te pasa lo contrario entonces, yo sé del papá enamorado, y vos del hombre político. Mirá vos. Y somos del mismo pueblo ¿a que no?
ResponderEliminarPara que sigas contando, primo mío soy capaz de negarlo categoricamente. Nop, nunca me hablaste de Miquita, nunca, ni una sola vez. Jamás. De la vida.
Un beso, grande.
Siii. Ya te hablé de la abuela Miquita. Una vez me invitó a almorzar. No me acuerdo bien de qué hablamos, de lo qué sí tengo un recuerdo patente es que me trató como un adulto y que comimos galletitas "Express", que a mi me gustaban más que las "Criollitas", que eran las que se comían en casa. Debe haber sido bife, no me acuerdo, pero no era una comida complicada. La verdad, no me gustaba mucho visitarla, porque cuando veníamos de Ledesma, mi madre nos hacía bañar y nos vestía de punta en blanco para ir a visitarla. Íbamos con mil recomendaciones, no se porten mal, no pisen los sillones, sientensé derechitos, no pidan nada, den las gracias por todo, uf. Pero un tiempo después fue la primera en la familia que tuvo televisor, así que íbamos con los Stagnetto a ver, ya de zapatillas y no tan limpitos. Me maravillaba la confianza que le tenían ellos a la abuela.
ResponderEliminarY un día nos fuimos de vacaciones. Estábamos en el campo y nos fuimos todos a Necochea, cerca de Mar del Plata, menos José, que tenía un año y quedó con la Estela, mi otra abuela. Viajábamos en un DKW, un auto alemán de dos tiempos, así que había que ponerle nafta y aceite y humeaba un montón, como todos los motores de dos tiempos. Cuando llegamos a Buenos Aires, fuimos a verlo al tío Raúl, que trabajaba en una oficina del centro. Y ahí Raúl comenzó a contarle al tata que la abuela se había operado, que había salido bien de la operación, que patatín y patatán "y felizmente, murió", me acuerdo que le dijo. El tata volvió serio al hotel y delante de nosotros se puso a llorar en el regazo de mi madre. "Mi mamá se ha muerto", le decía.
Nosotros habíamos tardado, en ese autito, como tres días para llegar a Buenos Aires y la abuela Miquita ya estaba enterrada. En el lapso en que viajábamos el tío Raúl había ido al velorio, al entierro y había vuelto. Y la familia decidió que no era justo que volviese a Tucumán, además, para qué, si ya no había caso.
Ese verano en Necochea me acordé mucho de ella. Fue, creo, la primera vez que me enfrenté a la realidad de que había existido alguien y que no lo vería nunca más. El tata andaba triste todo el tiempo así que mi madre proponía juegos, paseos, picnics, cosas así. Y nunca más él quiso salir de vacaciones con toda la familia, de hecho, nunca más lo hicimos como aquel verano.
La abuela Miquita tenía 65 años cuando entró en la clínica para que le solucionen un porblemita de hernia del ombligo, una operación, dicen, relativamente sencilla que no suele durar más de quince minutos, cuando durante la anestesia dada por Julio Pascual Aragón, se le paró el corazón. No había en la sala un re-animador, no sé cómo se dirá, y no pudieron reanimarla. Miquita se quejaba desde hacía un tiempito que le dolía el corazón, pero le decían que cómo Miquita, el corazón no duele, y así es que pasó desapercibido probablemente un problema más grave. Se murió tomando a todos de sorpresa. Una cosa incomprensible. Estaba perfecta, joven, aparentemente en buena salud. El tío Raúl, supongo, le habrá anunciado a su hermano que su mamá no sufrió, o que infelizmente murió. Habrás oído a un hombre que recién acababa de perder a su madre y que no supo como decírselo a tu tata. No entendí bien lo que oíste. Miquita era muy querida por sus hijos. Las muertes repentinas que llegan así de esa manera no anunciadas, son escandalosamente injustas para los otros, nos dejan mudo de impresión y dolor un tiempo y después uno solo quiere gritar nooooooo. Mi mamá se metió en la cama, allá lejos donde estaba ella. Yo cuando regresé a Tucumán, ya no estaba la abuela. Un beso, primo. Un beso grande.
ResponderEliminarDurante años ese "y felizmente, murió", me golpeó en la cabeza como un martillazo. Es cierto que yo era chico, tenía diez años, pero lo oí bien. Mientras nosotros viajábamos de Tucumán a Buenos Aires, el tío Raúl debió ir a Tucumán en avión y volver rapidísimo para avisarle al tata lo que había pasado. Si no, imaginate que el tata hubiera llegado al trabajo del tío Raúl en Buenos Aires y le habrían dicho que su hermano no estaba porque se le había muerto la madre. Era un edificio viejo y la oficina quedaba en el primer o segundo piso, subiendo por unas escaleras de mármol viejísimas. El piso era con baldosas grandes negras y blancas.
ResponderEliminarEl tío Raúl es mi padrino. Llegamos a verlo con la ilusión de los chicos, porque era un tío casi desconocido, el que vivía lejos. Y en vez de abrirnos los brazos, feliz, como hubiera sido de esperar, apenas nos miró a nosotros y se puso a conversar con el tata. Yo oía toda la conversación. Me acuerdo de que le iba contando de la enfermedad de Miquita, de su internación y todo lo demás, con sumo detalle. Y yo, atendía. Y cuando terminó le dijo "y felizmente murió".
Después he analizado muchas veces la frase, no solamente con la cabeza sino también con el corazón. ¿Por qué felizmente? ¿Porque ya estaba en el Cielo? ¿Porque había dejado de sufrir en este mundo? No sé. Como tampoco sé por qué nunca se lo he preguntado al tío Raúl, además es poco probable que se acuerde. Él debe haber pensado mucho lo que le diría al tata, porque sabía que estaba en Buenos Aires, con toda la familia, en una instancia -digamos- feliz de su vida, de vacaciones al mar, con la familia. Y el tío Raúl además, es muy buen orador. Habrá querido mitigar la pena del tata, hacer que no le duela tanto el golpe, no pegarle duro, no sé.
En algún cuento en el diario he usado la frase, esperando que alguien -se venden 15 mil ejemplares por día- me diera una respuesta. Se lo conté a alguna novia y largué la frase como algo incidental, pero me dijeron que yo había oido mal, que me debo haber equivocado, que era chico, cualquier cosa. Pero estoy seguro de esa frase como si fuera ayer ese día de hace cerca de 30 años que el tío Raúl la dijo. No sé, también he pensado que, o el tío Raúl es demasiado inteligente o yo soy demasiado tonto como para entenderla.
Alguna vez he creído que cuando me falten unos minutos para crepar, cuando falte poco para que me lleven a Villa Antarca (*), me voy a enterar de lo que significa. Tal vez no me entere nunca, tal vez ya sea demasiado tarde. De todas maneras ya no importará nada. Digo, aunque no estoy muy seguro.
(*) Antarca, en quichua, significa "para atrás". Me he caído antarca, quiere decir que me he caído para atrás. Acostado antarca, quiere decir acostado panza arriba. Cuando nació mi hija, los médicos nos aconsejaban acostarla boca arriba y mi mujer lo traducía a la madre, diciéndole "antarca, mama". Villa Antarca, es, ya te habrás dado cuenta, el cementerio, donde estaremos antarquiados por siempre jamás.
ResponderEliminarSalute.
Dificil persona el tio Raul lo poco que lo conozco y que se deja conocer...
ResponderEliminarYo soy medio chico pero les digo la impresion que tuve siempre.
el tio Juan era como el tio Raul en el sentido de que era muy culto y hablaba lo justo, pero compartia su sabiduría y era muy interesante conversar con el.
El tio Raul es mas bien misterioso, algo terco quizás. Como un mundo cerrado para el mismo. Hay veces que no sabia si saludarlo o no, porque es como un perro sin cola.
Tal vez los q lo conocen mejor disientan mucho conmigo pero al menos a mi generacion el no se dejo conocer mucho.
Paso siempre por aquí, y miro siempre por la ventana de la sala; perdonen pero es un tentación que no puedo resistir, la de mirarlos mientras hablan.
ResponderEliminarY esta vez me atrevo a decirles que es una charla conmovedora; no porque otras no lo hayan sido, pero no sé...
Será que eso de armar la historia de como uno aprendió el cariño es un tema que me atrae...
Será porque esa habilidad de ustedes dos de contar detalles es irresisitible para curiosos como yo...
o será porque Juan, como vos Inés, puede hacer que el cariño viaje apoyado en las letras.
Nacho, tenés razón, Raúl es callado y mira y escucha y uno no sabe bien lo que está pensando. Pero te digo un secreto: tiene un corazón así de grande que le ocupa la mitad del pecho. Hay que ir en confianza. Su corazón es blandito y tierno, aunque uno no lo vea.
ResponderEliminarEduardo tu mensaje me tocó mucho. Es verdad, Juan es capaz de removerte las entrañas con su forma de contar cosas sencillas, siempre con esa forma agridulce de hablar de la vida. Haciendo de este post un cuadro complejo y profundo, como el amor, el dolor, que uno va aprendiendo de chico para volverse lo que somos, y darse cuenta de lo tenemos o lo que deseamos. Habiendo crecido de niña en varios lugares, esa familia, tan loca y extraña que tenemos, era un lugar, un espacio en sí, en el que me sentí querida incondicionalmente. Una impresión que me siguió hasta muy tarde. Sí, seguramente me haya equivocado, o no veía lo que no quería ver. Sin embargo fue así. Un espacio de libertad absoluto. Y aunque me criticaran, o se sorprendieran de mi modo de ser, era Inés, y listo. Quizás haya sido solamente la "extranjera" y me haya salvado, por mi forma de quererlos, de ver las cosas como realmente eran. No sé. Un beso grande.