Érase que se era, en un lejano país, un rey y una reina que tenían una hija muy bella, tan bella como mala. Esta princesita se llamaba Rosalinda y a pesar de ser pequeñita ya era una verdadera bruja. Tan mala era que según su mamá este temperamento le venía de la abuela paterna, en cambio el papá opinaba que se parecía más bien a las hermanas de mamá, en todos caso tanto cundió su fama que llegó hasta los oídos del sindicato de las Brujas Asociadas quienes se apresuraron y la incorporaron a sus filas. Más que el dulce de leche, a ella le gustaba enervar, provocar, hacer rabiar, jorobar, irritar y enfurecer al prójimo. No había más traviesa que ella.
Y no te rías de sus diabluras… pisoteaba cada vez que podía, las enhiestas y bellas flores del jardín, las flores preferidas del papá; con su mamá, la dulce reina Otilia, se esmeraba, no solo le escondía los pinceles, le abría la jaula de sus pájaros exóticos, la cansaba con sus continuas rabietas, sino que a la hora de las comidas, ¡qué horror! le metía el dedo en el plato o le lamía el tenedor; a Sidonia, su niñera, pobre de ella, la encerraba en el baño dónde pegaba tales gritos, que la gente se desesperaba buscando la llave, que Rosalinda por supuesto había tirado por la ventana. A los príncipes, sus hermanos, los molestaba también, delatándolos al papá. Pero con ellos tenía la tarea fácil pues sabía que no podían torcerle el pescuezo como amenazaban, siendo ella la menor. Era muy cruel con su preceptor al que adrede, y mirándolo a los ojos, contestaba mal a las preguntas solo para hacerlo rabiar. El infeliz se desesperaba sin saber como explicar por la enésima vez la misma cosa. Rosalinda con aire inocente, sonreía. Los tenía a todos cansados. Hasta que un buen día, estrenaron en el castillo, un flamante aparato de televisión que por un tiempo dominó por completo a la brujita. Se pasaba horas fascinada, sin moverse siquiera, hecha un vegetal delante de la pantalla. El asombro fue general, a tal punto que, al saber de este cambio, el sindicato de las brujas asociadas- cuyo lema he de recordarles era: “fastidiar, fastidiar y fastidiar, sin cesar de fastidiar” -se preocuparon y decidieron amonestarla. La Gran Bruja le dijo claramente que su actitud pasiva era contraria al espíritu del sindicato y le recordó que una bruja de ley no se distrae, está siempre alerta para poder cometer nuevas fechorías: “recupérate”. Rosalinda decidió ir a ver al doctor.
El Doctor Sico Analista la recibió y la acribilló a preguntas, que si su papá, que si su mamá, que si esto, que si lo otro, para recomendarle no preocuparse, que la culpa es siempre de los padres, que más bien piense en lo que le gusta hacer y lo haga sin cuestionarse: “lo único que hay en el mundo eres tú, y solo tú, no tienes problemas, espera a crecer”. Gracias a estos conceptos científicos se esfumó cualquier duda que pudiera tener con respecto a su genio. Más segura ya de sí misma, se despreocupó del próximo encuentro sindical y volvió a sus travesuras habituales.
Viendo en la televisión su programa preferido tuvo la idea de ser tan famosa como esas vedettes de la pequeña pantalla. Buscó el violín en el ático del castillo y decidió ser música. Con el entusiasmo casi se le olvida la tan temida visita de las miembras ejecutivas del club de las Brujas que venían a comprobar su mejoría. Mientras tomaban té y comían los deliciosos bollitos que les había servido la princesa, la escucharon con atención y le preguntaron satisfechas: ¿te pondrás a practicar el violín todos los días? Sí, les contestó. “Pues entonces ni los perros se salvarán”, se levantaron contentas y le aseguraron unánimamente: “tú sí que eres una de las nuestras”. No sabían cuanta verdad revelaban esas palabras, puesto que la señorita Rosalinda, princesa y bruja, hija menor de Lautaro y de Otilia, reyes de un reino remoto, había escupido cuidadosamente sobre cada bollito que habían comido las brujas, si por acaso.
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