La escuelita
quedaba a unos veinte minutos a pie de mi casa, había que cruzar un puente raro,
recuerdo, debido a que St-Germain está constituido de varias colinas; era un
local estrecho sobre una calle principal que quedaba a la salida de la ciudad,
casi autopista. Por ahí pasaban rápidamente los autos, todos en dirección del supermercado
inmenso Carrefour. Bueno, vuelvo a la escuela: había en la entrada una salita
con una pared casi entera de vidrio, exhibiéndonos cuando caía la tarde hacia
el exterior ya que se iluminaba tal une vidriera. A su costado, la recepción
alta y angosta. Estaba ocupada por mi jefa al teléfono o sobre la compu. Detrás,
una biblioteca y a su derecha una sala grande, con una mesa oval alrededor de
la cual di muchas, muchas clases; entre las dos, una salita para pocos alumnos
o para oír grabaciones con sillones cómodos y relajantes. La escuela tenía tres
aulas, estaba también el sótano, pero lo que la hacía vivir eran los contratos
corporativos donde los profesores iban a la empresa a enseñar a los jefes o a los
empleados. Trabajé varios años para Alex, la cual me daba libertad total de
planificar mis clases a mi manera, a mi ritmo y a la frecuencia que me
convenía. Enseñé a todo tipo de gente, jóvenes que preparaban exámenes; médicos
que quería perfeccionar el inglés; secretarias o empleadas buscando mejorar el
sueldo con un idioma más; profesores o jubilados aburridos buscando una
ocupación, algo divertido. Y eso intentábamos hacer: divertirnos. La última vez que
fui a Francia, en el 2017, me reuní con Alex en la escuela y hasta di un día de
clase a un grupo que tenía. Y ayer, me
acabo de enterar, cerró la escuela, la Covid terminó con ella. Alex, sola, echó
a la calle veinte años de trabajo, cargando bolsas de viejos papeles, objetos
acumulados, llenando la vereda de restos de charlas, aventuras, anécdotas, comentarios .Le guardo mucho cariño a aquel local, vacío ya.
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