viernes, 8 de enero de 2021

Alpha

 

La escuelita quedaba a unos veinte minutos a pie de mi casa, había que cruzar un puente raro, recuerdo, debido a que St-Germain está constituido de varias colinas; era un local estrecho sobre una calle principal que quedaba a la salida de la ciudad, casi autopista. Por ahí pasaban rápidamente los autos, todos en dirección del supermercado inmenso Carrefour. Bueno, vuelvo a la escuela: había en la entrada una salita con una pared casi entera de vidrio, exhibiéndonos cuando caía la tarde hacia el exterior ya que se iluminaba tal une vidriera. A su costado, la recepción alta y angosta. Estaba ocupada por mi jefa al teléfono o sobre la compu. Detrás, una biblioteca y a su derecha una sala grande, con una mesa oval alrededor de la cual di muchas, muchas clases; entre las dos, una salita para pocos alumnos o para oír grabaciones con sillones cómodos y relajantes. La escuela tenía tres aulas, estaba también el sótano, pero lo que la hacía vivir eran los contratos corporativos donde los profesores iban a la empresa a enseñar a los jefes o a los empleados. Trabajé varios años para Alex, la cual me daba libertad total de planificar mis clases a mi manera, a mi ritmo y a la frecuencia que me convenía. Enseñé a todo tipo de gente, jóvenes que preparaban exámenes; médicos que quería perfeccionar el inglés; secretarias o empleadas buscando mejorar el sueldo con un idioma más; profesores o jubilados aburridos buscando una ocupación, algo divertido. Y eso intentábamos hacer: divertirnos. La última vez que fui a Francia, en el 2017, me reuní con Alex en la escuela y hasta di un día de clase a un grupo que tenía.  Y ayer, me acabo de enterar, cerró la escuela, la Covid terminó con ella. Alex, sola, echó a la calle veinte años de trabajo, cargando bolsas de viejos papeles, objetos acumulados, llenando la vereda de restos de charlas, aventuras, anécdotas, comentarios .Le guardo mucho cariño a aquel local, vacío ya. Qué cosa, che.

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