Como
siempre hago el mismo circuito cuando camino, descubro pocos lugares nuevos. Yo
camino para caminar, pensar y no para ver hacia el exterior. Yo hago mis paseos
sin ningún afán de aventura. Sin embargo, el domingo siguiendo una callejuela,
me encontré con unas escaleras que subían hacia arriba de Westmount. Y si no es
un lugar que me interese particularmente, las escaleras, ellas, sí me encantaron.
Y subí, y subí, y subí, calles empinadas, nevadas y resbaladizas. Las casas de
ese barrio de la tercera colina del Mont-Royal son hermosas, grandes y bien
entretenidas, la flor y nata, la aristocracia de la ciudad, vive ahí. Me perdí
entre los caserones y por eso, al dar una vuelta para buscar un camino que me
dirigiera hacia mi casa, me topé con un lugar nuevo para mí. Un bosque. Un
verdadero bosque. Arriba de la colina, un bosque bastante grande y con árboles
hermosos, arces de azúcar, robles rojos, cerezos tardíos, estaba escondido detrás del oratorio San José.
Pero la sorpresa no para ahí, hay más. Dentro del bosque, un montón de gente
caminaba con sus perros. Había andado unas tres horas esa mañana sin
encontrarme con nadie y de repente veo un montón de gente, perros corriendo por
todos lados, una ciudad de perros, un sitio tan extraño que no podía cerrar la
boca de la estupefacción. ¿Y de donde sale esta gente?, pensé. Y los perros corrían
como si estuvieran es su jardín, tuve que levantar las piernas para esquivar a
dos perrotes grandes que se perseguían. Tantos perros que no se podía caminar
sin toparse con ellos. Qué lugar más raro. O sea que después de haber vivido
por aquí demasiados años para contar, sigo descubriendo lugares de los que no
conocía siquiera la existencia. Hablando con amigos para contarles el
descubrimiento, todos respondieron con un tono cansado: pero por supuesto, Inés,
¿no conocías el bosque Summit? Gente, nunca es tarde…
No hay comentarios:
Publicar un comentario