Las palabras
tardan en aprenderse, las estructuras del idioma se adquieren lentamente, el
vocabulario y la sintaxis deben encontrar su lugar en el cerebro de los
alumnos. Todos estos mecanismos son lentos. Cuanto más avanzo en mi profesión, más
me doy cuenta de que tengo que reducir el ritmo. Tengo una clase excepcional,
lo que les dé, lo hacen. Lo que les enseñe, lo comprenden. Lo que les pida, me
lo dan. Y si gozo, literalmente, de ser su profesor, me doy cuenta que piano
piano se va lontano. Son demasiado valiosos para que me equivoque y
estropee el frágil equilibrio de la cadencia necesaria.
Ah, ¡la lentitud!
Cuánto me ha costado en la vida elegir el bando de lo pausado. Poco a poco
estoy llegando a lograrlo, a integrar ese ritmo perezoso, sin suspirar
demasiado, sin agitarme de impaciencia. Por cierto, mi naturaleza es acelerada,
entusiasta, viva, energética. Me muevo, hablo, me como el mundo. Sin embargo,
si quiero enseñar o bailar correctamente, debo ir más despacio, cada vez más.
Sé que es de
buen gusto elogiar lo lento, lo disfrutado, lo observado, lo catado. Osías el
osito en mameluco fue el primero para mí que pidió tiempo no apurado, tiempo sin despertador.
También se sumaron los poetas, los novelistas, Milan Kundera decía que cuando
uno intenta olvidar algo penoso camina rápidamente, cuando quiere recordar algo
bonito afloja el paso, los filósofos de Confucio a Alain... Sé que caminar
con tiempo, dejarse impregnar de lo que nos rodea, dejar al tiempo el tiempo de
colocar las cosas en su sitio, seguir los entresijos de las cosas sin perder la
calma, dejar llegar la luz del invierno que se deja caer somnolientamente sobre
la ciudad, dejar que el corazón lata pausadamente irrigando correctamente todos
los circuitos de nuestro cuerpo es mejor que hacerlo saltando vallas.
Por supuesto, no
se puede estar contra la virtud, sin embargo, a veces siento que soy un caballo
que piafa, que echa por las narices un montón de aire ruidoso. Como contenerme,
como aprende a frenar. ¿Rindiéndome a los sueños?
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